Empresarios, de «los negocios sin voz» a «la voz sin negocios»
Por Marcos Novaro
12 de septiembre de 2014
(TN) Decir que los empresarios deberían hacer algo que el resto de la sociedad no hace simplemente porque tienen más dinero, y se supone entonces que más responsabilidad social que los demás, no alcanza. El capitalismo abierto y competitivo es algo demasiado complicado de lograr como para dejarlo en manos de los capitalistas, aquí y en cualquier otra parte del mundo.
(TN) Héctor Méndez, presidente de la UIA, planteó días atrás que los empresarios habían sido "demasiado tolerantes" ante los abusos cometidos por el oficialismo en estos años contra la economía privada. Hablaba, claro, a raíz de la inmodificable voluntad del gobierno de hacer aprobar la nueva ley de abastecimiento.
Aunque no dejó muy en claro si con su autocrítica se refería a la entidad que preside o al empresariado más en general. Ni si lo que habían hecho mal en dejar pasar era la intervención discrecional en la fijación de precios y la asignación de premios o castigos, ahora hecho norma con la nueva ley, o los ataques más directos en su momento y todavía hoy practicados por el gobierno nacional contra empresas y empresarios que se rebelaron a sus dictados, sin mucha solidaridad de sus pares, como le sucedió a Shell, a Clarín, a los productores agrarios, etc.
Pero tal vez no hacía falta que aclarara nada de esto. Porque sus declaraciones se entienden bien en el contexto en que fueron pronunciadas: una creciente preocupación del empresariado por los dislates cada vez mayores con que el oficialismo trata de ocultar que su proyecto político y económico decae sin remedio, en medio de una creciente impotencia para mantener en pie el nivel de actividad, el consumo y el empleo, lo que hace pensar a los hombres de negocios que las pérdidas se generalizarán y ya no tiene entonces mayor importancia si se llevan bien o mal con los funcionarios de turno, porque igual es posible que les toque cargar con una buena cuota de ellas.
Pueden perder negocios y rentabilidad Shell o Clarín, pero también los supermercadistas, los banqueros nacionales, los molinos harineros o cualquier otro grupo que haya estado dispuesto hasta aquí a callar sus disidencias.
Muchos le han reprochado a Méndez que su autorreproche es algo tardío. Pero, ¿no es además un poco injustificado? Es cierto que los empresarios deberían estar comprometidos con reglas de juego que aseguren un buen funcionamiento global de la economía en la que actúan, y también que sería deseable que fueran mínimamente solidarios con sus pares.
Pero su obligación inmediata como hombres de negocios es hacer funcionar, y en la medida de lo posible hacer crecer sus empresas: ¿por qué deberían sacrificarse para mantener en alto la bandera de una economía sana y normal si no lo hacen los trabajadores, los políticos ni los intelectuales que los rodean? ¿Por qué los empresarios deberían ser más solidarios que, por caso, la clase media, que no hizo ni un atisbo de organizarse a raíz de la persecución fiscal practicada contra algunos de sus exponentes más críticones y renombrados, ni, cuando pudo, dejó en estos años de fugar dólares pese a ser ampliamente beneficiada por subsidios de todo tipo?
Decir que los empresarios deberían hacer algo que el resto de la sociedad no hace simplemente porque tienen más dinero, y se supone entonces que más responsabilidad social que los demás, no alcanza. El capitalismo abierto y competitivo es algo demasiado complicado de lograr como para dejarlo en manos de los capitalistas, aquí y en cualquier otra parte del mundo. Por eso es precisamente que deben existir estados, instituciones políticas y económicas eficaces y razonables. Y son éstas las que, en nuestro caso, no funcionaron adecuadamente para frenar los abusos ni la irracionalidad.
Como sea, Méndez pone el dedo en una llaga indisimulable: es bueno que los empresarios estén recuperando la capacidad de tener una voz común y legítima para intervenir en los debates públicos, y malo que recién se interesen seriamente en ello y exploren vías para superar su crónica fragmentación y desinterés cuando las cosas están ya claramente mal.
La formación del Foro de la Convergencia Empresarial es el mejor ejemplo de los intentos del sector por actuar colectivamente ante una crisis que se insinúa larga y compleja. Él ilustra la inconveniencia de pensar la democracia y el desarrollo como un combate contra las corporaciones. Y se preocupa por argumentar sobre la importancia de lograr una relación más madura, pública y constructiva entre gobiernos y actores empresarios.
Pero en concreto lo que el Foro muestra hasta aquí es, sobre todo, que sometidos a amenazas crecientes de parte del gobierno de turno, y enfrentados a perspectivas de pérdidas generalizadas, es más fácil dejar de lado diferencias y la búsqueda de oportunidades particulares, y más atractivo asumir una posición pública común. Por lo que cabe preguntarse: ¿será posible sostener ese compromiso público una vez que las amenazas hayan pasado?
Por lo pronto, aunque el gobierno nacional ha reaccionado con las habituales amenazas y aprietes, tanto a la presencia del Foro como a las palabras de Méndez, poco ha conseguido: no sólo porque muchas empresas ya están perdiendo mercados, rentabilidad y perspectivas, por lo que no creen que vayan a perderse de nada bueno por hacer enojar a las autoridades; sino porque no hay ninguna hipótesis creíble de continuidad del proyecto gobernante, así que pelearse con los que hoy están en funciones no es un obstáculo serio para llevarse bien con los que los reemplacen, todo lo contrario.
¿Significa esto que será fácil para el empresariado, imaginemos que organizado en la forma más amplia posible, colaborar con las futuras autoridades? Es seguro que a éstas les va a interesar hacer una política más amigable hacia los mercados. Les sería casi imposible hacer una que no lo fuera. Pero de ahí a que les convenga negociarla públicamente y con representantes poderosos del campo empresario hay un buen trecho.
Por otro lado, el espíritu anticapitalista siempre ha sido muy fuerte en Argentina, no sólo lo fue en los últimos años, y no hay por qué pensar que vaya a dejar de serlo, por más mal que termine el ciclo del populismo y el intervencionismo radicalizado. Es probable que una porción importante de las elites y la opinión pública sigan convencidas después de 2015 que el empresariado local es peor que el de otros países, es el culpable de la inflación, la falta de inversiones, etc.
Y además probablemente la nueva elite política necesitará alguien a quien responsabilizar de los costos que va a tener y el tiempo que va a insumir el freno a la inflación, el ajuste de precios relativos, la normalización de las relaciones financieras con el mundo, etc.; y tal vez echarle la culpa al kirchnerismo sea cada vez menos útil, porque será una forma de recordarle a los votantes que la responsabilidad en alguna medida es suya y de agitar resquemores y complicidades con un pasado del que buena parte de la dirigencia tampoco querrá acordarse.
En suma, por hache o por be una buena dosis de anticapitalismo puede sobrevivir al ciclo kirchnerista. Trabajar sobre ese sentido común, que sin querer el propio Méndez en alguna medida avaló e incluso alimentó con sus palabras, puede resultar por tanto una buena meta a desarrollar por el campo empresario. Justo ahora que influir en las políticas públicas parece algo que no tiene mucho sentido siquiera intentar.
Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)
Aunque no dejó muy en claro si con su autocrítica se refería a la entidad que preside o al empresariado más en general. Ni si lo que habían hecho mal en dejar pasar era la intervención discrecional en la fijación de precios y la asignación de premios o castigos, ahora hecho norma con la nueva ley, o los ataques más directos en su momento y todavía hoy practicados por el gobierno nacional contra empresas y empresarios que se rebelaron a sus dictados, sin mucha solidaridad de sus pares, como le sucedió a Shell, a Clarín, a los productores agrarios, etc.
Pero tal vez no hacía falta que aclarara nada de esto. Porque sus declaraciones se entienden bien en el contexto en que fueron pronunciadas: una creciente preocupación del empresariado por los dislates cada vez mayores con que el oficialismo trata de ocultar que su proyecto político y económico decae sin remedio, en medio de una creciente impotencia para mantener en pie el nivel de actividad, el consumo y el empleo, lo que hace pensar a los hombres de negocios que las pérdidas se generalizarán y ya no tiene entonces mayor importancia si se llevan bien o mal con los funcionarios de turno, porque igual es posible que les toque cargar con una buena cuota de ellas.
Pueden perder negocios y rentabilidad Shell o Clarín, pero también los supermercadistas, los banqueros nacionales, los molinos harineros o cualquier otro grupo que haya estado dispuesto hasta aquí a callar sus disidencias.
Muchos le han reprochado a Méndez que su autorreproche es algo tardío. Pero, ¿no es además un poco injustificado? Es cierto que los empresarios deberían estar comprometidos con reglas de juego que aseguren un buen funcionamiento global de la economía en la que actúan, y también que sería deseable que fueran mínimamente solidarios con sus pares.
Pero su obligación inmediata como hombres de negocios es hacer funcionar, y en la medida de lo posible hacer crecer sus empresas: ¿por qué deberían sacrificarse para mantener en alto la bandera de una economía sana y normal si no lo hacen los trabajadores, los políticos ni los intelectuales que los rodean? ¿Por qué los empresarios deberían ser más solidarios que, por caso, la clase media, que no hizo ni un atisbo de organizarse a raíz de la persecución fiscal practicada contra algunos de sus exponentes más críticones y renombrados, ni, cuando pudo, dejó en estos años de fugar dólares pese a ser ampliamente beneficiada por subsidios de todo tipo?
Decir que los empresarios deberían hacer algo que el resto de la sociedad no hace simplemente porque tienen más dinero, y se supone entonces que más responsabilidad social que los demás, no alcanza. El capitalismo abierto y competitivo es algo demasiado complicado de lograr como para dejarlo en manos de los capitalistas, aquí y en cualquier otra parte del mundo. Por eso es precisamente que deben existir estados, instituciones políticas y económicas eficaces y razonables. Y son éstas las que, en nuestro caso, no funcionaron adecuadamente para frenar los abusos ni la irracionalidad.
Como sea, Méndez pone el dedo en una llaga indisimulable: es bueno que los empresarios estén recuperando la capacidad de tener una voz común y legítima para intervenir en los debates públicos, y malo que recién se interesen seriamente en ello y exploren vías para superar su crónica fragmentación y desinterés cuando las cosas están ya claramente mal.
La formación del Foro de la Convergencia Empresarial es el mejor ejemplo de los intentos del sector por actuar colectivamente ante una crisis que se insinúa larga y compleja. Él ilustra la inconveniencia de pensar la democracia y el desarrollo como un combate contra las corporaciones. Y se preocupa por argumentar sobre la importancia de lograr una relación más madura, pública y constructiva entre gobiernos y actores empresarios.
Pero en concreto lo que el Foro muestra hasta aquí es, sobre todo, que sometidos a amenazas crecientes de parte del gobierno de turno, y enfrentados a perspectivas de pérdidas generalizadas, es más fácil dejar de lado diferencias y la búsqueda de oportunidades particulares, y más atractivo asumir una posición pública común. Por lo que cabe preguntarse: ¿será posible sostener ese compromiso público una vez que las amenazas hayan pasado?
Por lo pronto, aunque el gobierno nacional ha reaccionado con las habituales amenazas y aprietes, tanto a la presencia del Foro como a las palabras de Méndez, poco ha conseguido: no sólo porque muchas empresas ya están perdiendo mercados, rentabilidad y perspectivas, por lo que no creen que vayan a perderse de nada bueno por hacer enojar a las autoridades; sino porque no hay ninguna hipótesis creíble de continuidad del proyecto gobernante, así que pelearse con los que hoy están en funciones no es un obstáculo serio para llevarse bien con los que los reemplacen, todo lo contrario.
¿Significa esto que será fácil para el empresariado, imaginemos que organizado en la forma más amplia posible, colaborar con las futuras autoridades? Es seguro que a éstas les va a interesar hacer una política más amigable hacia los mercados. Les sería casi imposible hacer una que no lo fuera. Pero de ahí a que les convenga negociarla públicamente y con representantes poderosos del campo empresario hay un buen trecho.
Por otro lado, el espíritu anticapitalista siempre ha sido muy fuerte en Argentina, no sólo lo fue en los últimos años, y no hay por qué pensar que vaya a dejar de serlo, por más mal que termine el ciclo del populismo y el intervencionismo radicalizado. Es probable que una porción importante de las elites y la opinión pública sigan convencidas después de 2015 que el empresariado local es peor que el de otros países, es el culpable de la inflación, la falta de inversiones, etc.
Y además probablemente la nueva elite política necesitará alguien a quien responsabilizar de los costos que va a tener y el tiempo que va a insumir el freno a la inflación, el ajuste de precios relativos, la normalización de las relaciones financieras con el mundo, etc.; y tal vez echarle la culpa al kirchnerismo sea cada vez menos útil, porque será una forma de recordarle a los votantes que la responsabilidad en alguna medida es suya y de agitar resquemores y complicidades con un pasado del que buena parte de la dirigencia tampoco querrá acordarse.
En suma, por hache o por be una buena dosis de anticapitalismo puede sobrevivir al ciclo kirchnerista. Trabajar sobre ese sentido común, que sin querer el propio Méndez en alguna medida avaló e incluso alimentó con sus palabras, puede resultar por tanto una buena meta a desarrollar por el campo empresario. Justo ahora que influir en las políticas públicas parece algo que no tiene mucho sentido siquiera intentar.
Fuente: TN (Buenos Aires, Argentina)
Acerca del autor
Marcos Novaro
Es licenciado en Sociología y doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente es director del Programa de Historia Política del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la UBA, del Archivo de Historia Oral de la misma universidad y del Centro de Investigaciones Políticas. Es profesor titular de la materia “Liderazgos, representación y opinión pública” y adjunto regular de la materia “Teoría Política Contemporánea”. Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas nacionales y extranjeras. Entre sus libros más recientes se encuentran “Historia de la Argentina 1955/2010” (Editorial Siglo XXI, 2010) e “Historia de la Argentina Contemporánea” (Editorial Edhasa, Buenos Aires, 2006).
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