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lunes, 24 de noviembre de 2014

LIBERALISMO Y RELACIONES INTERNACIONALES

V CONGRESO INTERNACIONAL LA ESCUELA AUSTRIACA EN EL SIGLO XXI
AREA TEMATICA: FILOSOFIA POLITICA
“LIBERALISMO Y RELACIONES INTERNACIONALES: HACIA UNA NUEVA ALTERNATIVA DE CONVIVENCIA”
MGTER. MARCELO MONTES (IAPCS, UNVM)


Abstract
La reciente crisis ucraniana he generado una serie de debates respecto a cuestiones de teoría política básica como la expansión democrática y los DDHH, la soberanía estatal, la intromisión en Estados vecinos y la propia estatalidad. Desde la teoría liberal de las RRII, se trata de viejos temas pero que tal vez, requieran ser adaptados a los nuevos tiempos, de un mundo complejo pero diferente al de hace dos décadas atrás. Precisamente, el “paper” propone hacer un repaso de la teoría liberal de las RRII, pero sugiriendo nuevos desafíos a la agenda, repensando además su metodología racionalista, para entender más y mejor, las complejidades aludidas, donde conviven estructuras modernas con lógicas y estilos premodernos y profundamente irracionales.


Todo “paper” tiene su historia y éste no podía ser la excepción. Cuando en febrero de este año, en un contexto que parecía anticipar una nueva marea global prodemocrática liberal, se produjo el “Euromaidan” en Ucrania,  paralelamente a las protestas venezolanas contra el régimen chavista de Nicolás Maduro, muchos medios de comunicación y no pocos liberales en las redes sociales, expresaron su alegría por el éxito de la supuesta revolución  proeuropeísta del país eslavo, el que por fin, así, parecía liberarse del yugo ruso, otrora soviético. Cuando al poco tiempo, comprobamos, dada la propia torpeza de la Uniòn Europea que lo promovió sin saberlo, que la extrema derecha ucraniana, paramilitarizada, nacionalista y heredera de Stepan Bandera, colaboracionista pronazi durante la II Guerra Mundial, se estaba apropiando del liderazgo de la revuelta y presionaba al flamante gobierno interino para hostigar desde Kiev, a la población prorrusa en el sudeste, al punto de forzar una guerra civil, cuya precaria tregua se inició el 5 de setiembre pasado, aquel entusiasmo inicial, comparable al de la caída del Muro de Berlín, se diluyó.
A lo largo de los meses, los indicadores no pudieron ser más desmotivantes para los fervorosos liberales del mundo, que creían ver a Rusia y sus eternas ambiciones imperiales, como el único responsable. La matanza de 50 civiles (encerrados y quemados vivos) en Odessa, que fue literalmente ignorada en Europa; la caída de un avión comercial de línea con casi 300 pasajeros, mayoría holandeses, del que hoy se sospecha, según las propias fuentes de Países Bajos, pudo haber sido derribado por el ejército ucraniano, cuando todo parecía culpabilizar al bando prorruso y, el drama humanitario de 3.600 muertos y cerca de un millón de refugiados, son fenómenos crueles de una guerra civil y de un Estado “cuasi fallido”, que debe a su propia incapacidad institucional y de liderazgo, la imposibilidad de controlar la situación interna, derivando en insospechadas consecuencias, que tomaron por sorpresa a todas las potencias involucradas: la UE, Estados Unidos y la “maligna” Rusia. Sin embargo, aunque queden claras las responsabilidades domésticas de los propios ucranianos, a la última se la sigue culpando de la crisis vecina y prueba de ello, es la instrumentación de cuatro oleadas de sanciones económicas, comerciales y políticas por parte de la UE y Estados Unidos –que sólo fueron respondidas por Moscú en una sola ocasión, con embargos alimentarios- y, como si todo ello fuera poco, el rodeo o cerco impuesto por la OTAN, contra territorio ruso, como nunca antes en la historia de la humanidad, percibieron ser tan amenazados los rusos, tan sensibles a su territorialidad y paradójicamente, tan expansionistas sobre países vecinos, que hoy  reclaman tan a viva voz, la “protección” de la OTAN, como Polonia y los Estados Bálticos.   
Caben hasta allí, realizarse varias preguntas: estuvo en juego la libertad del pueblo ucraniano en el Euromaidan? O, ya lo había estado en la llamada Revolución Naranja, una década antes, donde sí existía un clivaje claro entre adherir a Europa y al capitalismo versus mantener el vínculo con Rusia y poseer una economía no tan competitiva? Era el Euromaidan, en todo caso, una violenta rebelión popular ganada por una elite aún más violenta pero oportunista, sin identidad más que perseguir rusos y judíos? Qué hizo la UE al apoyar semejante proceso, tan reñido con sus propios principios? Se contribuye sancionando a Rusia, a la posibilidad de avizorar una democracia real allí o, por el contrario, de esa manera se aísla a Putin y se justifica el discurso antioccidentalista e iliberal de los civilizacionistas o eurasianistas (una insólita alianza de nacionalistas y comunistas), liderados entre otros, por el profesor Aleksandr Dugin? Hay en Ucrania, una clara divisoria al estilo de la Guerra Fría, entre los amantes de la libertad, del lado de la UE y Estados Unidos y los prorrusos, con vocación al servilismo y despotismo, al estilo tocquevilleano o, simplemente hay una OTAN que busca autojustificarse en una era donde ya no hay más Pacto de Varsovia y Rusia no es ninguna amenaza militar seria, sin estar en juego ningún axioma valorativo, excepto exceso de burdos intereses de “lobbies” internos, antirrusos, como el polaco o el judío en Estados Unidos y carencia de líderes occidentales, que se guíen por principios nuevos, dejando de lado visiones sobresimplificadas típicas de la Guerra Fría? Finalmente, y desde el plano estrictamente teórico, lo más relevante, representa “Occidente” hoy lo mismo que en la era de la Guerra Fría o se trata de  una categoría inmutable en lo axiológico pero absolutamente mutable en términos geográficos y militares?
Cabe preguntarse si la teoría o la filosofía política de las Relaciones Internacionales, está preparada para analizar este tipo de situaciones, cada vez más recurrentes en el mundo de hoy –donde conviven lo premoderno con lo moderno y postmoderno- o, si por el contrario, sigue encorsetada por marcos explicativos, más adecuados para viejas épocas, donde todo era más previsible. Concretamente, hay forma de escapar a la díada que proponen el idealismo liberal clásico donde se condena a todo aquello iliberal, por el sólo hecho de serlo, siendo miopes a las posibilidades de cambio político interno y el realismo-neorrealismo, con su carga de negatividad acerca del mundo descarnado que vivimos? Del lado liberal, cuán cerca o cuán lejos, estamos de asumir que también para nosotros, las antiguas categorías y miradas, tampoco cuentan y cuán predispuestos estamos a aceptarlo y asumir nuevos enfoques, que, sin alejarnos de nuestros principios (sociedades más abiertas pero antes que nada, respetar la pluralidad de opciones políticas que existen en un mundo cada vez más multipolar), nos permitan analizar este mundo, mucho más dinámico y más complejo, del que estábamos habituados.
Un mundo diferente
Mucho más en tiempos de globalización  tras el derribo de las fronteras ideológicas que caracterizaron el orden bipolar de la Guerra Fría,  la política mundial pasó a estar intrínsecamente ligada a la economía y el comercio, dado el enorme flujo de mercancías, servicios y personas que se desplazan a lo largo y ancho del planeta. Desde el ámbito científico social, la caída de la URSS fue interpretada como el “fin de la historia”, con el triunfo inexorable de la democracia y la economía de mercado. Así, se inauguró en 1992, una larga etapa -que aún, con matices, vivimos-, representada por un auge estructural, signado por el dominio de las NTICs (Nuevas Tecnologías de la Información) –la más notable, Internet-, la instantaneidad financiera y la caída de la verticalidad y centralidad gubernamental, lo cual implica, desde el punto de vista del pensamiento filosófico,  en términos austríacos, la victoria de Popper y Hayek sobre el orden planificado y racionalista (denominado “constructivismo”, por el Premio Nobel de Economía de 1974).
Sin embargo, como bien sabemos, la teleología hegeliana o neohegeliana, a lo Fukuyama,  puede ser discursiva pero con frecuencia, no deja de chocar contra la cruel realidad. El 11 de setiembre de 2001 (11S), tras una década de globalización pura, donde la literatura internacionalista se remitía a “papers” y libros donde la economía política y el comercio internacional, hegemonizaban los contenidos de la política mundial, se convirtió en la bisagra. Tras los ataques a las Torres Gemelas en NYC y el Pentágono en Washington, la “guerra contra el terrorismo”, que aún continúa, interrumpió aquella fase de desbordante e ingenuo optimismo, no obstante que éste se había empezado a erosionar incluyendo las sucesivas crisis financieras en los últimos años de los noventa, las que asolaron países emergentes como Brasil, México, Indonesia y Rusia, entre otros. Una agenda fuertemente securitizada, donde Hobbes venía a reemplazar a Locke, con un fuerte acento en la defensa y protección de las fronteras nacionales y un papel creciente del Estado, garantizando los derechos de los ciudadanos, aún a costa de sus libertades, cambiaron  drásticamente el contenido de la agenda.  
En efecto, inaugurando el primer gran evento violento del siglo XXI, el 11S citado, más guerras civiles y ocupaciones (Afganistán, Irak, Libia, Siria, Franja de Gaza, Ucrania y Africa), que hemos vivido desde aquella fecha, otra vez, han puesto freno a las expectativas idealistas mencionadas, enfatizando las dificultades en universalizar  la visión racionalista y optimista de los derechos humanos, sin considerar las enormes restricciones culturales, que existen para ello, particularmente en vastas regiones del planeta, hoy demográficamente dominantes (China, el Islam, etc.).
Cuál es el contexto teórico de las Relaciones Internacionales que pueden explicar estos procesos de cambio que hemos vivido en las últimas décadas? A la tradicional realista-conservadora, “materialista” en términos epistemológicos, se ha opuesto una visión liberal-idealista-pacifista-liberal, ya sea en sus versiones juridicista (institucionalista) –a lo Kant- como comercial –a lo Adam Smith-. En las últimas décadas, tanto el neorrealismo como el neoidealismo o intergubernamentalismo liberal, han intentado “aggiornar” a los enfoques clásicos, con miradas más sistémicas y más estrictas en lo metodológico en detrimento de lo normativo. En cualquier caso, ambas teorías han ido convergiendo en un marcado “racionalismo materialista”, haciendo hincapié en factores macro como “estructura internacional de poder” e “intereses” o micro como el cálculo costo-beneficio individual y estatal, dejando de lado el peso de elementos menos “materiales” como las ideas, las creencias, las discursos y las identidades.
Precisamente, las nuevas teorías, insertas en una lógica postpositivista o reflectivista, como el constructivismo, el análisis del discurso, la contrahegemónica, la crítica y el feminismo, entre otras, que enfatizan en los aspectos recién mencionados, han estado rediscutiendo el predominio de aquéllas, pero ninguna de ellas, toma al individuo como centro de referencia o unidad metodológica de estudio, sino que se encargan de estudiar colectivos.
Este “paper” intenta primero, describir el panorama teorético del liberalismo en relación a las Relaciones Internacionales, ofreciendo una configuración del mapa internacionalista de dicha tradición y en segundo lugar, a la luz de los fenómenos internacionales recientes, a lo largo de estas dos últimas décadas, el análisis valorativo de los mismos, desde una perspectiva liberal. En cualquier caso, se intentará efectuarlo, despojándonos de prejuicios ideológicos o miradas típicas de la Guerra Fría, ya que, como bien afirma Michael Cox, “los conflictos actuales son fruto de la Guerra Fría”, o del final de la Guerra Fría, pero ya no existe la Guerra Fría ni podrá ser recreada, sencillamente porque sus dos grandes condiciones, la oposición ideológica y la lucha bipolar por la supremacía nuclear, han desaparecido.
Más democracia y derechos humanos a nivel mundial
Una versión liberal en RRII, tal vez, la más conocida, es la del idealismo democrático. Esta teoría, de fuerte raigambre kantiana, considera que la paz mundial se alcanza a medida que se expande la democracia en el planeta. Las guerras se producen sólo entre Estados autoritarios y totalitarios mientras que los democráticos se hallan en permanente armonía y sólo se dedican a comerciar, apagando así sus fuegos instintivos. Los casos de Alemania y Francia al final de la II Guerra Mundial, más la eliminación de conflictos entre países sudamericanos en los ochenta, de la mano de sus procesos democratizadores, son pruebas elocuentes de ello.
Hay una suerte de efecto dominó en esta evolución. Las regiones irradian la influencia democrática y obran como promotoras de la misma en las regiones más “atrasadas”. Tanto el final de la II Guerra como los finales de la década del setenta, vieron una importante democratización regional en Europa del Norte y del Sur, respectivamente.
A fines de los ochenta y principios de los noventa, se produjo la tercera gran oleada democrática, con la caída incruenta de la ex URSS y los países del Este, tras el estrepitoso fracaso del comunismo, a los que deben sumarse los países de América Latina que fueron superando sus experiencias autoritarias, algunos Estados africanos como la propia Sudáfrica (post-apartheid) y unos pocos asiáticos. En no pocos casos, el liderazgo en Occidente de algunas personalidades políticas, intelectuales y hasta religiosas, el propio desgaste interno de dichos regímenes y la fortaleza creciente de la sociedad civil, se erigieron en factores que contribuyeron notoriamente al avance democrático y con él, de los derechos humanos3.
Efectivamente, nunca antes en la historia de la humanidad, se expandió tanto la frontera de los países ganados por el pluralismo y el respeto de las libertades, independientemente de la mayor o menor calidad o fortaleza de sus instituciones. En tal sentido, es correcta la aseveración del Presidente Obama en la última Asamblea General  de la ONU, en el sentido que “éste es el mejor mundo que ha vivido la humanidad”.
Sin embargo, también se verifican situaciones opuestas. Seguramente, el apogeo de la racionalidad y la modernidad, conllevaron al auge y fracaso del experimento socialista de la URSS. Por ello, todo lo que vino después, en gran medida, es la “revancha de Dios”, la explosión de lo premoderno, de los instintos más irracionales, la xenofobia y el racismo, cuando no, los sueños del pasado, como el propio califato islámico.
La exacerbación de las tensiones, latentes y reprimidas durante la Guerra Fría, tras la caída de la URSS, acarrearon políticas de exterminio étnico, como los planteados por Serbia contra poblaciones croatas, bosnio-musulmanas o albano-kosovares,  pero también por Rusia, en contra de los chechenos. Indudablemente, que en tales guerras, las conductas revanchistas involucraron a ambos bandos, pero Occidente se encargaba insistentemente, por diferentes razones, de inculpar a uno de los dos, por ejemplo, los serbios, cuando en realidad se trataba –y se trata- de la explosión de ancestrales rivalidades, que lejos de controlarse militarmente, con frecuencia, permanecerán latentes por un tiempo mayor. Los debates intelectuales que particularmente, en Europa continental, una zona del mundo, que debe responsabilizarse históricamente, de sus muchas atrocidades, pero que paradójicamente, se erige en paladín y docente de los derechos humanos en el mundo, por aquella época, transmitían estos dobles estándares, castigando sobremanera a unos y defendiendo a otros. Estos debates precedieron a las intervenciones militares de la Administración Clinton en aquellas convulsionadas regiones a mediados y finales de los noventa.
También por aquellos años, y de la mano de la oleada globalizadora, en los países desarrollados, particularmente, los europeos, apareció un especial activismo judicial, dirigido a reactivar causas por violaciones a los derechos humanos, contra ex gobernantes militares de los países emergentes y subdesarrollados. El caso liminar, fue el del ex dictador chileno general Augusto Pinochet Ugarte, quien radicado transitoriamente en Inglaterra, fue detenido en 1998, en dicho país, al librarse orden de captura internacional, por parte del Juez español Baltasar Garzón. Esto dio lugar a una serie de discusiones acerca de la posibilidad de enjuiciarlo en cortes europeas, cuestión que finalmente fue resuelta en la Cámara de los Lores británica, la que en un fallo histórico, en 1999, procedió a declararse incompetente, lo cual dio lugar a su posterior liberación y viaje de regreso a Chile, donde fue exonerado como Senador Vitalicio pero sobreseído en la justicia ordinaria, por demencia senil. También se registró el caso de Milovan Milosevic, el dictador serbio, que arrestado o virtualmente secuestrado, fue trasladado a La Haya (Holanda), para ser juzgado por crímenes contra la humanidad, en la Corte Internacional de Justicia. Las discusiones se centraron entonces, en la posibilidad, justificación y alcances de una justicia globalizada o internacionalizada, en todo caso, supranacional, aunque, como en el caso Pinochet, era un Juez de un Estado (España), el que determinaba la orden de procesamiento y captura del ex gobernante y en ese momento senador nacional de otro Estado (Chile).
También se inició así un fuerte activismo judicial globalizado, representado por los procesos a ex dictadores de variadas regiones del mundo, como Pinochet (Chile), Lino Oviedo (Paraguay) y Milosevic (Serbia) u otros hechos derivados de los anteriores, como el nacimiento de la Corte Penal Internacional o nuevos convenios de Derecho Internacional Público de los Derechos Humanos, marcaron dicha era de los noventa, de apogeo democrático-liberal.
Hoy allí, ante el Tribunal Penal de La Haya,  comparece Uhuru Kenyatta, el presidente de Kenia, en ejercicio, acusado de  haber provocado violentos disturbios postelectorales, que causaron 1.000 muertos y la huida de 600.00o, muchos menos por cierto, que los 3.600 y casi millón de la Ucrania, hoy defendida a rajatabla por “Occidente”.
Los propios ejércitos, como el norteamericano, fueron conminados a estar bajo la presión de esas nuevas normativas. Esta marea fue deliberada y consecuentemente propagada a través de textos y protocolos jurídicos con efectos extraterritoriales, abarcando incluso  regiones del globo, con culturas no occidentales, lejanas a valores y principios modernos, al estilo del siglo XVIII.
Si bien la oleada democrática y pacífica fue marcadamente relevante, en estas dos décadas, incluyendo el movimiento de ONGs y voluntarios de todo el mundo, destinadas a ampliar el discurso democratizador en todo el mundo, siembran dudas la evolución política de países como Rusia y China, emergentes y dinámicos en lo económico, pero a su vez, con reputaciones imperialistas y actuales configuraciones políticas poco democráticas.
Los recelos europeos y entre las mismas potencias nombradas (vecinas), crean inquietud respecto al futuro. Si bien hay claros indicios estructurales de que regresiones autoritarias son inviables, la posibilidad de conflictos en torno a los países mencionados y los temores que generan su creciente militarización en materia presupuestaria, permiten aventurar debilidades de la teoría democrática. El “fantasma” de Hitler, no detenido a tiempo por las potencias occidentales culposas, siempre está latente, pero cabe preguntarse si tanta desconfianza a la evolución política de otros Estados que no han tenido la trayectoria lineal aunque lenta de los occidentales, no genera en sí misma, recelos y potenciales roces con aquéllos, absolutamente innecesarios.
A continuación, ofrecemos mirar el mundo en el que vivimos, bajo parámetros desafiantes: la coexistencia de sociedades tradicionales, generalmente cuestionadas desde una lógica racionalista (liberal?) y moderna; la amenaza del fanatismo religioso y el terrorismo islámico; los regímenes políticos iliberales; las violaciones a los DDHH (derechos humanos), bajo otras formas diferentes a las del pasado totalitario; la securitización neohobbesiana post 11S y la indefensión de los individuos ante los Estados actuales. Trataremos así, de generar una genealogía de la libertad postmoderna, que nos permita alejarnos de la racionalidad idealista clásica, sin caer en el oscuro e inexorable mundo en el que nos depositan los realistas, abjurando de valores y principios.

Modernidad versus tradición

Los derechos humanos asumen realidad histórica sólo cuando ciertas ideas específicas sobre la dignidad humana han llegado a formar parte en los hábitos de la gente, cuando tales personas podrían asociarse juntas libremente para fundar instituciones que abracen estas ideas en forma práctica y rutinaria y cuando libres asociaciones de ciudadanos preocupados vean en ello que estas instituciones funcionan como deberían. Cuando las instituciones están llenas de personas corruptas, o de personas que desvían tales instituciones para el abuso partidario o personal, entonces se transforman en conchas vacías. En estos términos lo dijo el filósofo y parlamentario irlandés Edmund Burke (1729-1797) en su clásico “Reflexiones sobre la Revolución Francesa”: "Yo debo por eso suspender mi congratulación sobre la libertad en Francia, hasta que se me haya informado cómo ha sido combinada con el gobierno, con la fuerza pública, con la disciplina y la obediencia del ejército; con la recaudación de un efectivo y bien distribuido ingreso; con la moralidad y la religión; con la solidez de la propiedad; con la paz y el orden; con las maneras sociales y civiles. Todo esto (a su modo) son también buenas cosas y, sin ellas, la libertad no es un beneficio mientras dura, y no sea probable que continúe por un tiempo largo" (Novak, 1987 :82).
Hace dos o tres décadas, cuando el marxismo gozaba de su máximo prestigio entre los intelectuales norteamericanos, eran los requisitos económicos de la democracia los que se enfatizaban por los cientistas políticos. La democracia, decían ellos, sólo podrá funcionar en sociedades relativamente ricas, con una economía avanzada, una gran clase media y una población letrada, y podía esperarse que emergiera en forma más o menos automática cada vez que prevalecían estas condiciones. Hoy en día este cuadro aparece seriamente sobresimplificado. Mientras que, indudablemente, ayuda tener una economía lo suficientemente fuerte como para proveer niveles de vida decentes para todos, y suficientemente "abierta" como para proporcionar movilidad y  fomentar la realización personal, son aún más esenciales una sociedad pluralista y el tipo correcto de cultura política (y el tiempo o la oportunidad) (Kirkpatrick, 1979 :196).
Normalmente, se requieren décadas, cuando no siglos, para que los pueblos adquieran la disciplina y los hábitos necesarios En Gran Bretaña, el camino desde la Carta Magna al Acta de Establecimiento, a las leyes de reforma electoral, se recorrió en siete siglos. Pero la propia historia norteamericana no proporciona mejores fundamentos para creer que la democracia llega fácilmente, rápidamente o con sólo pedirla. Una guerra de independencia, una Constitución desafortunada, una guerra civil, un  largo proceso de concesión gradual de derechos políticos, marcan el escabroso proceso de las ex colonias británicas de América del Norte hacia el gobierno democrático constitucional.
Ya Huntington en los sesenta, en pleno apogeo de las teorías de la modernización, manifestaba cómo el pueblo norteamericano, que nació sin un pasado feudal ni aristocrático, suele no entender cómo existen otros países en el mundo, a los que les resulta dificultoso el tránsito hacia democracias estables. Para Kirkpatrick, aun cuando la mayoría de los gobiernos del mundo, como ha sido siempre, son autocracias de un tipo o de otro, no hay una idea que domine tanto en la mente de los norteamericanos educados como la creencia de que es posible democratizar los gobiernos en cualquier tiempo, lugar o circunstancia. Esta noción está desmentida por gran cantidad de evidencia basada en la experiencia de docenas de países que han intentado con más o menos (generalmente menos) éxito cambiar de un gobierno autocrático a uno democrático. Muchos de los más sabios cientistas políticos de este siglo y los anteriores están de acuerdo en que las instituciones democráticas son especialmente difíciles de establecer y mantener, porque exigen mucho de todos los grupos de la población y porque dependen de complejas condiciones sociales, culturales y económicas (Huntington, 1972).
En Occidente, hay una suerte de “imperialismo moral”, que repudia a las sociedades tradicionales. La preferencia por la estabilidad más que por el cambio también es inquietante para los norteamericanos, cuya experiencia nacional completa descansa en los principios de cambio, crecimiento y progreso. Los extremos de riqueza y pobreza característicos de las sociedades tradicionales los ofenden, más que nada porque los pobres son muy pobres y están condenados a su miseria por una asignación de roles hereditaria. Los norteamericanos interpretan, probablemente, la relativa falta de preocupación de gobernantes ricos y cómodos por la pobreza, la ignorancia y las enfermedades de "su" pueblo, como pura y simple negligencia moral. La verdad es que los norteamericanos difícilmente pueden soportar tales sociedades y tales gobernantes. Enfrentados a ellas, ese ostentado relativismo cultural se evapora y se ponen tan criticones como los reverendos puritanos enfrentados al pecado en la Nueva Inglaterra del siglo XVII.
Los autócratas tradicionales toleran las inequidades sociales, la brutalidad y la pobreza mientras que las autocracias revolucionarias las crean. Los autócratas tradicionales dejan en su lugar las distribuciones  existentes de riqueza, poder, status y otros recursos, ni alteran el ritmo habitual de trabajo y descanso, lugares de residencia, patrones habituales de familia y relaciones personales. Porque las miserias de la vida tradicional son familiares, son soportables para la gente común que, creciendo en la sociedad, aprenden a aceptar, tal como los niños nacidos de los intocables en India adquieren las destrezas y actitudes necesarias para sobrevivir en los miserables roles que están destinados a cumplir. Tales sociedades no crean refugiados a diferencia de los regímenes comunistas  revolucionarios, que los crean por millones, ya que exigen jurisdicción sobre toda la vida de la sociedad y demandan cambios que violan valores y hábitos internalizados por décadas. Así en tal forma, sus habitantes huyen por decenas de miles con la notable esperanza que sus actitudes, valores, y objetivos se "acomoden" mejor en un país extranjero que en su tierra nativa (Kirkpatrick, 1979 :214).

Derechos humanos no metafísicos

Tal vez, una de las causas de semejantes despropósitos es la exagerada dosis de racionalidad que todavía le imprimimos al debate mundial por la democracia y los derechos humanos. Los dobles estándares con los que siguen moviéndose las potencias occidentales en el mundo, por ejemplo, apoyando en Europa, la reunificación alemana y la disgregación territorial de Yugoslavia, incluso, por qué no la de Rusia pero no la de Ucrania, o en Africa y Asia, la fragmentación de Libia, Sudán o Siria pero no la de Irak o Afganistán, quizás descansen en falsas premisas respecto a la difusión de principios caros al pensamiento occidental como los derechos humanos, las garantías individuales y la democracia liberal.  No obstante, estos dobles estándares, la efectiva vigencia del respeto de los derechos humanos “concretos”, en términos de Edmund Burke, estuvo –y está- lejos de plasmarse, máxime considerando que en casi todos los casos, se trata de Estados “fallidos” o “cuasi fallidos”, cuya estatalidad, condición sine qua non, para que las libertades se vean protegidas, o es nula o existe de manera muy precaria, asolada por clanes, “señores de la guerra”, mafias, etc.
Según el filósofo liberal Isaiah Berlin, “el famoso ataque de Burke contra los principios revolucionarios franceses estaba fundado sobre el mismísimo llamado a los miles de hilos que atan a los seres humanos dentro de un todo históricamente sagrado, contrastado con el modelo utilitario de sociedad visto como una compañía de negocios que se mantienen unida sólo por obligaciones contractuales, con el mundo de economistas, sofistas, y calculadores que están ciegos y sordos a las relaciones inanalizables que hacen una familia, una tribu, una nación, un movimiento, cualquier asociación de seres humanos que se conservan juntos por algo más que la búsqueda de ventajas mutuas, o por la fuerza o por cualquier cosa que no es el amor mutuo, la lealtad, la historia común, la emoción y los conceptos. Este énfasis, durante la última mitad del siglo XVIII, sobre factores no racionales, conectados o no con relaciones religiosas específicas, que hace hincapié en el valor de lo individual, lo peculiar, lo impalpable, y hace referencia a las antiguas raíces históricas y costumbres inmemoriales, a la sabiduría de los sencillos y macizos campesinos no corrompidos por las complicaciones de sutiles “razonadores” tienen implicaciones fuertemente conservadoras, y, ciertamente, reaccionarias” (Berlin, 1983 :72-73).
Burke reflexionaba: “¿de qué sirve discutir el derecho abstracto de los hombres a tener alimentos o medicina? La cuestión es qué método emplear para proporcionárselos. En ese caso, siempre seré de opinión de llamar al agricultor y al médico, antes que al profesor de metafísica. Esos derechos metafísicos penetran la vida diaria como rayos de luz que atraviesan un medio denso, y por ley de la naturaleza sufren la refracción que desvía su dirección. De hecho, en la vasta y complicada masa de pasiones y preocupaciones humanas, los derechos primitivos del hombre sufren tal variedad de refracciones y reflejos que sería absurdo hablar de ellos como si mantuvieran su dirección original. La naturaleza del hombre es intrincada; los fines de la sociedad son extraordinariamente complejos, por lo que no todas las disposiciones de dirección o poder son apropiadas para la naturaleza del hombre o sus asuntos” (Fontaine Talavera, 1983 :151).
Según el parlamentario irlandés, “la libertad civil, no es algo que yace en las profundidades de la ciencia abstracta, como se les ha tratado de persuadir. Es una bendición y un beneficio, no una especulación abstracta, y todo razonamiento respecto a ella es tan sencillo que se adapta perfectamente a las capacidades de aquellos que deben disfrutarla, y de aquellos que deben defenderla. La libertad social y cívica, como otros aspectos de la vida diaria, sufre mezclas y modificaciones, es disfrutada en diferentes grados y adquiere una infinita diversidad de formas, de acuerdo al temperamento y a las circunstancias de cada comunidad. La libertad "extrema" (que es su perfección abstracta, y su verdadera ausencia) no lleva a nada, ya que sabemos que los extremos, en todo lo que tenga relación con nuestros deberes o satisfacciones en la vida, son destructivos tanto para la virtud como para el disfrute de ellos” (Fontaine Talavera, 1983 : 153).
Resulta claro que una gran mayoría de los pueblos del mundo, hoy en día, no sólo están lejos de vivir bajo regímenes que protegen los derechos humanos, sino que en muchos ni siquiera existen las precondiciones para tal protección. De aquí que la navegación que se extiende ante aquellos que buscan la protección universal de los derechos humanos es extremadamente larga y que su travesía requerirá pensar estratégicamente. De igual modo, la sabiduría práctica, la paciencia y la perseverancia son también virtudes esenciales para su aplicación táctica. Una política externa basada en los derechos humanos, necesariamente apartada de los temores liberal-conservadores que precedieron estos párrafos, debe ser modesta, pero activista y perseverante (Novak, 1987 :42).
Buena parte del mundo vive sensaciones de genocidio, es decir, la masacre de gran número de inocentes por su propio gobierno o por conquistadores extranjeros; el abandono deliberado de zonas completas de población dejadas a la inanición; el uso sistemático del terror (incluyendo la tortura) como política de gobierno; la expulsión de gran número de personas de sus casas; la esclavización mediante variadas formas de trabajos forzados; la separación obligada de familias (incluyendo distanciar a los niños de sus padres, por acción gubernamental); la deliberada profanación de símbolos religiosos y la persecución de aquellos que los veneran; la destrucción de instituciones que recogen identidades étnicas, etc. (Berger, 1977 :62)
Extensas regiones del planeta, empezando por China, donde coexisten insólitamente el más crudo capitalismo con una férrea y opaca dictadura comunista, sin libertades civiles ni garantías constitucionales mínimas, pero frente a las cuales, Occidente ha decidido no presionar, privilegiando las relaciones comerciales, financieras y hasta laborales con el gigante asiático, pero condenando a la liberal Taiwan o traicionando a Hong Kong, como hicieron los británicos en los noventa. Precisamente, en ésta, “la rebelión de los paraguas”, o los jóvenes de la masacre de Tiananmen; científicos y universitarios que denunciaron la censura a Google y los médicos que difundieron el SARS, sometidos ahora a una “intensa reeducación”, pueden testificar elocuentemente las atrocidades del totalitarismo de la “moderna” tecnoburocracia “roja” de Beijing.
En Corea del Norte, Cuba, Myanmar, Laos, Irán, Sudán y otra veintena de países, dispersos en Asia, Africa, Europa del Este y Latinoamérica, gobernados por dictaduras, con sus cárceles pobladas de prisioneros políticos, torturados, sufriendo juicios sumarios, confiscaciones, cercenamientos de la libertad de prensa, etc., continúan violándose los derechos humanos más elementales, mientras Occidente simula mirar hacia otro lado. Pero también en regímenes con fachada de democracias, como Bielorrusia, Turkmenistán, Azerbaiján, Zimbabwe, Irak (antes y post-invasión norteamericana) y hasta la propia Israel (sobre territorios árabes ocupados), los allanamientos, ejecuciones sumarias, desapariciones o migraciones forzadas, torturas, etc., se expanden por doquier.
Un largo camino por recorrer en materia de democratización, el panorama mundial de los derechos humanos de la postguerra fría, regularmente monitoreado por variadas Organizaciones No Gubernamentales como Freedom House, Human Rights Watch, Amnesty International, el Comité de Abogados Pro Derechos Humanos, la Liga Internacional en pro de los Derechos Humanos, la Comisión Internacional de Juristas, el Grupo de Legislación Internacional de Derechos Humanos, los Comités de Vigilancia, u otras más regionales y subrregionales, como Americas Watch, la Comisión Andina de Juristas, la Oficina de Washington para América Latina (WOLA, en inglés) y la propia ONU, dista mucho de ser el ideal (Buergenthal, 1996 :333-340).
En nuestra América Latina, el panorama aún es peor, en términos de violencia interna, a pesar de constituir un continente pacífico en términos de guerras interestatales. La justicia en Colombia, particularmente en su rama penal, estuvo en la era pre-Uribe, en una situación de práctico colapso. La impunidad –estructural y sostenida, casi institucionalizada–, según cifras oficiales, era de casi un 97% en todos los crímenes denunciados. Todo ello en una sociedad que producìa 35.000 homicidios al año, lo que significaba, según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud, el 10% de todas las muertes que se producìan en el mundo de forma violenta, o 74 por cada 100.000 habitantes al año: el segundo de la lista, a gran distancia, era Brasil, que producía 36 homicidios por cada 100.000 habitantes. Las cifras del horror eran terribles: 3.500 secuestros dolosos, 300 a 400 masacres (homicidio múltiple y atroz de cuatro o más personas), y una sociedad que generó dos millones de desplazados internos, sin contar el éxodo colombiano al exterior (otra pérdida formidable que tampoco recibió la preocupación mediática ni tampoco la gubernamental que requeriría) (RECAL, 2003 :24).
Procesos similares se vivieron y viven en México –el más reciente, el crimen masivo de estudiantes-, Honduras y Guatemala, entre otros. En este último país centroamericano, según cifras oficiales de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), de una población de ocho millones de personas, más de 200.000 fueron ejecutadas, en el 93% de los casos por la represión del Estado y los paramilitares, y el 4% por parte de la guerrilla. Más de un millón de desplazados internos y externos, 40.000 detenidos desaparecidos, más de 5.000 niños desaparecidos, asesinados o vendidos por el Ejército para la adopción y el tráfico internacional, son el saldo de 36 años de un conflicto,  que significó la militarización de la sociedad y un genocidio que tuvo un claro carácter de etnocidio (RECAL, 2003 :27).
En sitios caribeños como Cuba, se ha legalizado la violación de los derechos humanos. La Constitución vigente está plagada de contradicciones y niega, limita y omite muchos de los derechos humanos. Hace negación expresa del derecho soberano del pueblo a cambiar el sistema político y económico, al imponerse el carácter "irrevocable del régimen". Limita muchos derechos civiles y omite derechos como el de viajar y el derecho de los cubanos a tener negocios y empresas. En el Código Penal cubano aparecen los delitos de "Desacato", "Propaganda enemiga" y "Peligrosidad".  Cualquier ciudadano, arbitrariamente, puede ser condenado a años de prisión según estas leyes, que tampoco definen esos delitos con precisión. Hay 75 prisioneros de la “Primavera de Cuba”, post firma del Proyecto Varela (más de 11.000 firmas), que fueron condenados a penas entre 6 y 28 años de prisión en juicios sumarios y después encerrados en celdas de 1,80 por 3 metros, con comida de campo de concentración. Fueron acusados de "actos contra la independencia nacional y la integridad territorial". Cuba es un régimen que se va liberalizando muy gradualmente, pero que hoy, como antes usó a los “marielitos”,  emplea la “cooperación internacional” como método sutil de expulsión de profesionales de alta calidad pero a bajo precio (Payá Sardinas, 2004).
Producto de estas desgracias, otras ONGs internacionales, como “Médicos sin Fronteras” y por supuesto, como siempre, la Cruz Roja Internacional, de activa presencia en conflictos y guerras civiles regionales, a lo largo del mundo, acuden y trabajan en materia de ayuda humanitaria. A diferencia de los “globalifóbicos”, allí sí se puede rendir un merecido homenaje a estos samaritanos globalizados, que a diario, ofrecen sus propias vidas, al servicio de cientos de miles y hasta millones de personas, mujeres, niños y ancianos, que habitan en campamentos de refugiados dispersos por las regiones más infernales del mundo. Estas minorías indefensas, víctimas del odio tribal, ya sea en Africa, Asia, Latinoamérica o la propia “ilustrada” Europa, no tienen amparo jurídico alguno, excepto la cobertura internacional del ACNUR (ONU), porque sus Estados los han violentado, marginado y expulsado. Sus derechos humanos virtualmente no existen, debido a que ya no se hallan bajo un orden jurídico estatal. 
Igual status de víctimas tienen los inmigrantes ilegales, que pagan un alto precio al proteccionismo laboral que se da en el mundo contemporáneo; los ciudadanos del mundo, incluso connacionales, que han adquirido títulos de gobiernos insolventes, declarados en default (como el nuestro); los cientos de miles o millones de habitantes de países, cuyos Estados son “fracasados” o “fallidos” pues no pueden garantizar la más mínima infraestructura de seguridad pública: han sido devastados por las mafias, narcotraficantes, escuadrones de la muerte. Robert Kaplan, periodista norteamericano de “The Atlantic Monthly, a través de sus numerosos libros publicados en la década del noventa, es suficientemente descriptivo acerca de los estos flagelos que viven los habitantes de numerosos Estados, que viven en situación de “estado de naturaleza hobbesiano”.
Por último, y sin duda, éste el centro del debate tras los brutales atentados del 11 de setiembre de 2001 en Estados Unidos, a los que deben sumarse los crímenes de Bali, Ryad, Londres, Atocha en Madrid, Moscú, Beslán, etc., el fenómeno del terrorismo globalizado, no ideológico y fundamentado en una especie de lucha intercivilizatoria o cultural, abre nuevos interrogantes a develar en el futuro.
Los peligros del terrorismo global y la seguridad omnipresente
La nueva faz del terrorismo, será mezcla y confluencia de dos factores: por un lado, el terrorismo de alcance global, de inspiración religiosa fundamentalista, cuyo propósito es causar el mayor daño posible e intentar acabar con el estilo de vida occidental. Para los radicales musulmanes, Al Qaeda o ISIS, la Guerra Santa, la Jihad, su motivación y al mismo tiempo su ambición. De la Jihad sólo cabe esperar una guerra total y sin cuartel. El segundo factor, por otro lado, es la creciente diseminación de altas tecnologías y, más en particular, de aquellas relacionadas con la producción de armas de destrucción masiva, químicas, bacteriológicas, radiológicas y nucleares. Como se expresó Tony Blair sobre los atentados del 11S, “lo verdaderamente sorprendente de los atentados no es que causaran la muerte a 3.000 víctimas inocentes, sino que si los terroristas hubieran tenido los medios a su alcance, habrían asesinado sin escrúpulos a diez o cien veces más”. Sin barreras morales y con el deseo de imponernos su ley religiosa y orden teocrático, la confluencia de armas de destrucción masiva y terrorismo internacional, es decir, de radicalización a la antigua y tecnología (moderna) se vuelve el mayor peligro y amenaza de los próximos años, para la raza humana entera (Bardají, 2003).
El mundo que vivimos es amenazante e imprevisible.  No se puede amenazar con quitar la vida a alguien que está en trance de perderla voluntariamente si con ello alcanza su meta y horror. Además, frente al escenario de tener que encajar la muerte de miles de sus ciudadanos a causa de un acto terrorista, la necesidad de no esperar, sino de anticiparse y prevenir tamaño desastre, será percibida y argumentada como un requerimiento sine qua non en las nuevas condiciones de la seguridad, vitalmente dependiente de que Al Qaeda o asimilados golpeen de nuevo con consecuencias catastróficas (Bardají, 2003).
Ahora bien, ante una amenaza que concentra en la sorpresa –y en muy pocas manos- una cantidad de destrucción incalculable, la defensa pasa, necesariamente, por la acción preventiva. El riesgo de no actuar es llana y simplemente excesivo. El problema radica en saber cuál es el límite moral para dicha actuación, si “todos” estamos amenazados. Con su política exterior, la Administración Bush estuvo a punto de poner fin al sistema westfaliano de Estados-Nación autónomos e independientes consagrado por la Carta de las Naciones Unidas. La soberanía tendría que entenderse de manera cualificada o condicionada a partir de ahora. Superada la era militar tecnológica de Clinton, Bush intentó reestructurar las fuerzas militares ante el nuevo desafío, en terrenos tan dispares como la orgánica, las doctrinas, la logística, la gestión de los recursos humanos y, en última instancia, las operaciones. Las fuerzas armadas americanas dejan de ser “el escudo de la república” para convertirse en unidades expedicionarias de alcance global. Las operaciones en Afganistán,  Irak y Siria, se inscribieron en esta nueva  lógica.
Sin embargo, este despliegue global de las fuerzas norteamericanas, también genera nuevos dilemas, en torno a sus acciones en Estados ajenos. El hecho de la “mercenerización” de las tropas, crea dudas en torno a sus actos de naturaleza moral, como se observó en Abu Graib (Irak). Mientras la socialización profesionalista militar puede ser un morigerador de conductas inescrupulosas, sobre prisioneros o población civil, porque hay códigos, normas y valores que el soldado debe observar y respetar, porque así le han enseñado, el reclutamiento de trabajadores de servicios, de baja calificación, impulsados por la mera ambición económica, puede generar desafíos de incalculables efectos morales, incluyendo cercenamientos a derechos humanos elementales.
En el ámbito doméstico, a nivel de las fronteras de cada país, la securitización de la agenda belicista contra el terrorismo, trajo aparejado un orden neohobbesiano peligroso para las libertades civiles. La Homeland Patriotic Act en Estados Unidos y normativas similares en los países occidentales, pero también en Rusia, China y la India, entre otros, supuso controles exhaustivos en los aeropuertos y revisiones gubernamentales de los correos electrónicos individuales, violando las garantías personales. Asimismo, con la excusa de la defensa de la seguridad nacional, proliferaron las agencias gubernamentales de seguridad, el aumento de sus burocracias y presupuestos y una densa red de escuchas y espionajes, que tornaron héroes a personajes como Julian Assange (Wikileaks) transparentando dichas conexiones legales pero ilegítimas y Edward Snowden, el espía norteamericano de la NSA (National Security Agency), hoy asilado en Rusia. Para no pocos liberales en el mundo, éstos hoy son considerados semihéroes, al desafiar esa especie de “1984” oficial internacional del siglo XXI.
Choque de civilizaciones
Claramente, uno de los efectos no queridos de la globalización, es el recrudecimiento de lo premoderno: las identidades étnicas, religiosas, lingûìsticas, etc. A medida que avanza el contacto global a escala masiva, en no pocas culturas, muchas comunidades intentan defenderse, reforzndo su carácter peculiar propio.
Asimismo, producto del choque intercivilizatorio que supone además,  la guerra global contra el terrorismo, resulta claro, que no obstante los países musulmanes hayan firmado tratados internacionales de defensa de los derechos humanos, existen culturas, como la propia musulmana, que niegan la existencia real de tales derechos, tal como se conciben en nuestra cultura. La simbiosis entre religión y poder, hace largo tiempo –felizmente- superada por Occidente; el desamparo y sojuzgamiento de la mujer, al extremo de los “crímenes de honor”, por parte del hombre; la nula libertad de opinión y expresión; la concepción religiosa de los derechos humanos  (santos, antiguos y derivados de una fuente distinta a la experiencia humana), etc., rigen cotidianamente en países que aceptan la globalización, pero no los valores occidentales humanistas5.
El desafío del Islam al universalismo de los derechos humanos existe desde el propio inicio de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1947, cuando la delegación de Arabia Saudita, objetó el artículo 16, referido a la libre elección matrimonial y también el 18, relativo a la libertad religiosa. Regímenes islámicos fundamentalistas como el de la Revolución iraní en 1979, los talibanes en Afganistán a mediados de los noventa y los movimientos proislámicos de Argelia, incluso el de la “democrática” Turquía (aliada de la OTAN), han sido virulentos respecto a al imperialismo moral de Occidente. Tendencias más secularizadas se verifican empero, en Egipto, Jordania, Marruecos y Túnez, que permiten abrigar alguna esperanza, respecto a la vigencia del respeto a los derechos humanos en aquellas sociedades (Ignatieff, 2001 :102-103) (Ottaway, 2004).
En el Sudeste Asiático, también existe un acendrado rechazo a los valores “individualistas” que acarrea la filosofía occidental de los derechos humanos, aún en países capitalistas y exitosos como Singapur o Malasia, donde sus elites gobernantes recurrentemente se enfrentan al lenguaje y legislación occidental. Concretamente, por ejemplo, el ex Premier Mahathir de Malasia, ha objetado la aplicabilidad universal de la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, afirmando que cada país debiera entenderlos de acuerdo a sus propias necesidades (Ignatieff, 2001 :105) (Clarke, 1997).
En el Extremo Oriente, en general, una larga tradición ha producido una alergia visceral al Derecho. En esta tradición, el Derecho sólo es bueno para los bárbaros; el hombre civilizado, consciente de sus deberes hacia la sociedad, resuelve los problemas por la conciliación; el buen ciudadano se guarda de "hacer valer sus derechos". Esto sucedía en la concepción tradicional, pero parece que el Derecho se occidentaliza cada vez más, al menos en Japón. Lo mismo puede decirse de los países tradicionales de África. Resulta, pues, que lo que se considera una gran conquista de nuestra cultura --el reconocimiento de los derechos subjetivos como propiedad personal-- es mirado por otras,  como un atentado contra la moral, que está basada principalmente en los deberes (Marina, 2000 :248-249).
Quién defiende a las personas individuales?
Quizás, el liberalismo internacionalista debiera asumir una posición más humanitaria, menos inclinada a posicionarse al lado de lobbies o sectores en particular, relativamente poderosos, versus otros, no organizados, de carácter más individualista, como los bonistas afectados por los procesos de reestructuración (canjes o megacanjes) de deudas de Estados soberanos (pero irresponsables); refugiados, perjudicados por los dramas humanitarios de las guerras, genocidios y matanzas civiles, incluyendo las religiosas, siempre obligados a escapar a países limítrofes, a veces, hostiles a los de su origen; víctimas del terrorismo transnacionalizado, en diferentes atentados en ciudades o la vía pública urbana; mujeres, niños y ancianos, sólo en situaciones de indefensión, porque debe tenerse en cuenta que hoy, existen mujeres aceptadas y reclutadas en ejércitos y niños, también operando en actividades de guerra, aunque de modo ilegal.
Esa ciudadanía internacional, con frecuencia, indefensa y desprotegida por los Estados, de la cual, tampoco la comunidad global puede hacerse cargo, excepto de manera parcial, por ejemplo, a través de ACNUR, en el seno de la ONU, podría ser objeto de defensa de un liberalismo genuinamente internacionalista.
Hacia una pedagogía mundial de la democracia liberal y los derechos humanos
Todas estas situaciones, sin duda inéditas, porque se trata de fenómenos que si bien la humanidad había enfrentado, hoy impactan, lastiman, sensibilizan, como nunca, al hallarse expuestas a medios de comunicación globales, incluyendo a Internet, que se encargan de propagarlas al instante, con sus crudas imágenes. Pero al mismo tiempo, que ello ocurre, sus víctimas (civiles, refugiados, discapacitados, bonistas, etc.) no alcanzan a tener la suficiente protección jurídico institucional que los defienda ante la omnipotencia estatal. Mientras tanto, como una cruel paradoja, la verborragia “progresista” los omite deliberadamente en sus “causas”, y se dedica a perseguir dictadores de derecha o defender derechos de dudosa concreción práctica.  
Una nueva realidad política ha sido generada, primero, mediante una serie de revoluciones técnicas en las comunicaciones, y segundo, por el continuo crecimiento de una “Nueva Clase” (intelectuales, científicos, activistas, artistas comprometidos, ONGs, etc.)  en la vida internacional. Propaganda, actos simbólicos y eventos televisados al instante, ahora juegan un papel mucho más importante en los asuntos mundiales que antes. Los símbolos e ideas han llegado a ser una forma crucial de poder. La ley internacional y un amplio activismo público han inyectado consideraciones éticas y un nuevo "cosmopolitismo" dentro del consenso en la opinión pública, al menos en las democracias. El antiguo debate entre "realismo" y "moralidad" ha sido, así, alterado (Novak, 1987 :43).
A nivel intraoccidental, tal vez, haya llegado la hora de desenmascarar la realidad de los derechos humanos a nivel mundial, de manera inversamente proporcional a su sobreuso –y abuso- retórico. Describir realidades descarnadas, violentas, en todo el mundo sin distinción de ideologías o credos, sin temer represalias de gobiernos, Estados o mafias, puede resultar mucho más productivo para alcanzar una humanidad más digna, que pretender un decálogo cada vez más amplio de derechos universales, pero de dificultosa aplicación real. Intentar garantizar una legislación global mínima a la que se obliguen los Estados y que ampare a los indefensos del mundo, sobre todo, aquellos que arriesgan sus vidas, libertades y ahorros, puede contribuir enormemente a esta causa, sin necesidad de maximizar jurídicamente sus alcances.
Fuera de Occidente, quizás, lo más aconsejable, sea volver a entender culturas ajenas a la nuestra, conociendo sus idiomas, sus experiencias históricas, en términos de diálogo intercivilizatorio. Para ello, habrá que emplear menos la racionalidad occidental y más otros instrumentos y métodos de conocimiento, que lejos de ampliar las brechas, las acorten.Pero la sensatez siempre debe primar: las ilusiones o expectativas desmedidas no son aconsejables. El multiculturalismo fue ya una especie de ingenuidad creyendo que la integración cultural es absolutamente factible y positiva. Hoy, a la luz de las experiencias de Al Qaeda e ISIS, para los que han operado muchísimos occidentalizados en segunda o tercera generación, con vidas “normales” y demás, tal filosofía política demostró ser un rotundo fracaso.
La protección efectiva de los derechos de las personas depende de todo un conjunto de instituciones jurídicas que sólo representan "barricadas de pergamino" si faltan las ideas, hábitos y tradiciones que les dan sentido. Ello supone, entonces, una clara comprensión de ciertas ideas básicas acerca de la naturaleza de la persona humana, de las comunidades humanas, del Estado limitado y del bien común. La protección de los derechos humanos no puede lograrse separada de un claro entendimiento de ciertas ideas básicas acerca de la persona humana, de las comunidades humanas, del Estado limitado y del bien común; separado de los correspondientes hábitos de pensamiento, sentimientos y acción; separados de la esmerada construcción de instituciones realistas que engloben tales ideas y tales hábitos; y separados de las vigilantes asociaciones libres que hacen que esas instituciones funcionen como deben (Novak, 1987 :81).
En el interín, qué puede hacerse en términos prácticos para apoyar y promover la democracia en el mundo, sobre todo, en aquellos lugares del planeta que afirman tener su propio modelo de evolución, lejos de los occidentales. Está claro que una suerte de pedagogía externa, vía ONGs, financiadas por los Estados occidentales como Estados Unidos (vía la National Endowment for Democrac o NED) y Gran Bretaña, ya son sospechosas de intromisiones inaceptables en la soberanía de otros Esados, como el caso de Rusia, que bajo el putinismo, reglamentó y obstruyó el funcionamiento de ellas, tras la Revolución Naranja de Ucrania, los atentados de Beslan (2004) y las marchas pacíficas de 2011-2012.
Eliminada esa posibilidad, a la luz de la experiencia, cabe aprender de los errores históricos. Lo que no hay que hacerse es lo que se hizo con Cuba (embargos de la Guerra Fría) y las sanciones a Irán y la URSS en los ochenta y Rusia actualmente, a propósito del caso ucraniano. Ese tipo de medidas tienen el mismo efecto dañino de las intervenciones militares. Con las honrosísimas excepciones de la Alemania postnazi y la Japón postimperial, producen un efecto “boomerang”, perjudicando a los pueblos y sin afectar –por el contrario, hasta las victimizan y benefician- a las elites autocráticas.
La batalla por el lenguaje no debe ser subestimada.  La democracia liberal y los derechos humanos se formulan hoy en términos absolutos, simplistas, legalistas e hiperindividualistas, manteniéndose silencio en lo que toca a las responsabilidades colectivas, cívicas y personales. Al no pronunciarse acerca de las responsabilidades, parece tolerar que se acepten los beneficios que acarrea vivir en un Welfare State, sin aceptar los correspondientes deberes personales y cívicos. Con su carácter absolutista, estimula expectativas poco realistas, intensifica los conflictos sociales e inhibe el diálogo que podría conducir al consenso, al ajuste o al menos a encontrar un terreno común. En su implacable individualismo, alienta un ambiente poco acogedor para los fracasados de la sociedad, y ello sitúa sistemáticamente en desventaja a los agentes protectores y a los dependientes, jóvenes y viejos. En su despreocupación por la sociedad civil, debilita los principales semilleros de virtudes cívicas y personales. En su insularidad, les cierra la puerta a ayudas que podrían llegar a ser importantes para el proceso de autocorrección. Llegó el momento de interrogarse si un lenguaje indiferenciado sobre los derechos es en realidad la mejor manera de hacer frente a la increíble variedad de injusticias y formas de sufrimiento que existen en el mundo (Glendon, 1998: 79, 93, 94 y 97).
Los hábitos requeridos en las sociedades tradicionalistas -en algunos casos, por ejemplo, resignación, pasividad, vida familiar y cosas parecidas-, no son idénticos a los hábitos de iniciativa, asociación, responsabilidad cívica, etc., necesarios para el funcionamiento de instituciones efectivas de derechos humanos. En la mayor parte de las discusiones sobre derechos humanos, el papel de los hábitos es lamentablemente descuidado. Sin embargo, los hábitos son las disposiciones estables de las acciones humanas que permiten a los hombres actuar en forma recurrente y confiable. Tanto su presencia como su ausencia —y la suerte de carácter preciso que definen— son cruciales en la confiabilidad de la vida humana social. Sin ciertos hábitos, no pueden funcionar las instituciones de los derechos humanos.
En la práctica, los derechos humanos están protegidos por instituciones formales, tales como una división de poderes políticos, gobierno limitado, tribunales que fallen conforme a derecho, asociaciones voluntarias e independientes, propiedad privada, etc. Los propios Padres Fundadores de Estados Unidos, debido a la importancia de tales instituciones, fueron menos que absolutos en su pensamiento, respecto de la visión moral que pensaban proteger. Ellos no eliminaron la esclavitud en la nación. No resolvieron tratar a los esclavos como lo hacían con los hombres libres. No trataron a las mujeres como a los hombres. A medida que las instituciones maduraran, sus sucesores verían todas las implicaciones de los principios que habían establecido (Novak, 1987 :47).
Estados Unidos, América Latina y el mundo
Ha crecido el antinorteamericanismo en el mundo y en nuestra región, incluyendo nuestro país, el más antinorteamericano de todos; de allí que la cuestión revista especial interés, considerando el futuro de las relaciones entre nuestros países y el hegemón más importante del mundo, nuestro vecino.
La primera etapa en la reconstrucción de la política norteamericana para América Latina es intelectual. Exige pensar en forma más realista sobre la política de Latinoamérica, sobre las alternativas a los gobiernos existentes, y sobre las cantidades, tipos de ayuda y tiempo que se necesitaría para mejorar las vidas y expandir las libertades de las gentes del área. Frecuentemente, las posibilidades son poco atractivas.
La segunda etapa hacia una política más adecuada consiste en sopesar en forma realista el impacto de las diversas alternativas sobre la seguridad de los Estados Unidos y sobre la seguridad y autonomía de las otras naciones del hemisferio. La tercera etapa es abandonar el enfoque globalista que niega las realidades de la cultura, carácter, economía e historia a favor de un universalismo vago y abstracto, "desnudo" (en palabras de Edmund Burke), "de toda relación", sostenido "en la desnudez y soledad de la abstracción metafísica". Lo que debe reemplazarlo es una política exterior que se construya (de nuevo Burke) sobre  las "circunstancias concretas" que "den a cada principio político  su color distintivo y su efecto discriminatorio". Una vez que las ruinas intelectuales se hayan dejado de lado, será posible construir una política latinoamericana que proteja los intereses de seguridad de los Estados Unidos, y haga las vidas reales de los actuales pueblos reales de Latinoamérica algo mejor y algo más libre (Kirkpatrick, 1981 :185)
Con palabras que hoy resuenan al “experimento” norteamericano en Irak y Afganistán, Kirkpatrick recuerda que Vietnam enseñó, presumiblemente, que los Estados Unidos no podían ser el policía del mundo; también debería haberles enseñado los peligros de intentar ser la matrona mundial de la democracia, cuando el nacimiento ocurrirá bajo condiciones de guerra de guerrillas (Kirkpatrick, 1979 :200).
Según parece, a la luz de la experiencia histórica, los errores norteamericanos, ya sea con los neoconservadores de Bush (hijo), como con los progresistas de Obama, como Samantha Powers, se repiten porque los guía la misma miopía que criticaba Kirkpatrick respecto a Carter: la universalidad abstracta de los derechos humanos y la democracia liberal.
Prescripciones sustentadas en la experiencia práctica y no racionalistas
Cómo establecer y regular instituciones sabias, es materia del arte político. Las sociedades libres requieren un alto grado de conocimiento y artesanía. Sin embargo, tampoco el arte político de las sociedades libres ha sido bien estudiado, comunicado o transferido. El atractivo de las ciencias ha disminuido nuestra conciencia de que la política es también un arte, acerca del cual, dada una cantidad de experimentos internacionales, los que lo practican, pueden aprender mucho. Tal estudio de las artes políticas está en su infancia. Debe ser conducido hoy día dentro de un esquema internacional de referencias.
Los informes anuales sobre derechos humanos, procedentes de distintas fuentes (NED,  Freedom House, etc.) son buenas iniciativas. Contribuyen a enfocar la atención en este planeta en materias cruciales y muestra cuán largo camino queda todavía por delante. Podría sugerirse que cada edición anual de estos informes, llevara un importante ensayo sobre las ideas cruciales, los hábitos, las instituciones y asociaciones que confieren realidad a los derechos humanos. Sólo advertiría contra el sesgo de dichos informes, en contra de ciertos Estados, como Rusia, que hoy hacen el esfuerzo, tal vez insuficiente, por democratizarse en sus tiempos y con sus tiempos.
Algunos abusos a los derechos humanos por parte de ciertos gobiernos son tan flagrantes que llaman a gritos a una protesta de la comunidad humana. Los grupos privados tienen un papel crucial en estas protestas. Pero los gobiernos igualmente tienen un papel indispensable. Hay disponible todo un haz de vías y métodos de protesta. Los gobiernos deben seleccionar de dicho haz con un ojo preciso para dar en el centro del blanco. A veces fuertes voces de protesta son efectivas; a veces actos punitivos, anunciados públicamente o aplicados en silencio; a veces demostraciones privadas a través de cualquiera o de todos los muchos posibles canales; a veces acciones y voces concertadas con otras naciones; a veces solas, etc. El criterio de selección debería ser uno muy simple: resultados. El propósito no es retórico ni dramático. El propósito es ayudar a personas reales. El cinismo con el que se manejó la reciente protesta de Hong Kong es muy cuestionable (Novak, 1987 :83).
En tal sentido, la vergüenza no debe ser descartada como una realidad importante en los asuntos humanos. Una cosa es el abuso de los derechos humanos violando las profundas creencias sociales de su propio pueblo, y otra, hacerlo sin ninguna vergüenza y por convicción. Para las víctimas, esta distinción podría ser de muy poco consuelo, y podría en el hecho contribuir a proporcionar mayores razones para la resistencia y el desprecio. No obstante, una sociedad avergonzada por los delitos de sus gobernantes está en mejor posición para derrocar a esos gobernantes, en nombre de valores humanos compartidos, que una sociedad que deliberada y sistemáticamente denigra los derechos del individuo, en nombre del Estado (Novak, 1987 :78).
Las naciones occidentales de mentalidad afín, completamente comprometidas con los derechos humanos en una tradición de común entendimiento, deberían formar su propia Comisión Internacional de Derechos Humanos, aparte e independiente de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Esto permitiría pronunciamientos claros en una voz común, de acuerdo a padrones comunes sin los inevitables e insatisfactorios compromisos requeridos por Naciones Unidas.
Occidente puede y debe ser reconstruido como categoría. Los liberales de buena voluntad debemos contribuir a hacerlo. Criticar nuestras incoherencias, ponernos claramente del lado de quienes sufren los atropellos del espionaje de la NSA o la autosupervivencia de la burocrática e inservible OTAN, debatir acerca de la justificación de los gastos de defensa, etc., no es asumir posturas contrahegemónicas o irracionalmente confrontativas respecto a Estados Unidos o la UE. Por el contrario, significa asumir en serio, el desafío de la libertad en estos tiempos postmodernos, sin olvidar las raíces: la de los Padres Fundadores o la Ilustración Escocesa.
Sobre este edificio de preceptos y sugerencias, debiera trabajarse coherentemente para desmentir a aquellos filósofos realistas que siempre objetaron la posibilidad de construir un mundo mejor y “más humano”, pero también a aquellos que se esfuerzan por diseñar utopías inalcanzables en pergaminos cada vez más modernos. La lucha por los derechos humanos y las libertades civiles es diaria y persistente, es jurídica pero también eminentemente práctica, es intelectual pero también real, al lado de personas de carne y hueso. El aprovechamiento integral de estas lecciones, fruto del aprendizaje histórico, permitirá al lenguaje, traducirse en logros concretos si se inspira en las energías mancomunadas de líderes, activistas, organizaciones y Estados, que nos alejen de la hipocresía, la dualidad de estándares o la simple ingenuidad.
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3 Compartimos sobre todo el pensamiento de Alexander Yakovlev, asesor de Mikhail Gorbachov, Secretario General del PCUS y Premier de la ex URSS, en el sentido que la caída del comunismo tuvo como causa, previa, aunque suene, un discurso ajeno a un marxista ateo y materialista, una “crisis de su espíritu o alma” (2 de julio de 1990). Lo mismo, y de manera coincidente a la posición del constructivismo, puede sugerirse en relación al cambio en la cúpula del propio Partido Comunista de la URSS, con la llegada a la misma, de Mikhail Gorbachov, quien impuso ideas con su “Nuevo Pensamiento” en política exterior y su “Perestroika” como política económica. Estas precedieron sin duda, a los liderazgos externos (Reagan, Walesa, Havel, Juan Pablo II) cuya acción comentábamos.
5           Mientras que los documentos occidentales sobre derechos humanos, suelen referirse al orden público o a los derechos de terceros, en las declaraciones islámicas el límite que se recoge es el de la ley islámica (la sharia). Los documentos islámicos, sin embargo, no recogen derechos vacíos de contenido, sino derechos con el contenido que fija la ley islámica, expresión del designio divino para el hombre.  

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