V
CONGRESO INTERNACIONAL LA ESCUELA AUSTRIACA EN EL SIGLO XXI
AREA
TEMATICA: FILOSOFIA POLITICA
“LIBERALISMO
Y RELACIONES INTERNACIONALES: HACIA UNA NUEVA ALTERNATIVA DE CONVIVENCIA”
MGTER.
MARCELO MONTES (IAPCS, UNVM)
Abstract
La reciente crisis ucraniana he generado una serie de debates respecto a cuestiones de teoría política básica como la expansión democrática y los DDHH, la soberanía estatal, la intromisión en Estados vecinos y la propia estatalidad. Desde la teoría liberal de las RRII, se trata de viejos temas pero que tal vez, requieran ser adaptados a los nuevos tiempos, de un mundo complejo pero diferente al de hace dos décadas atrás. Precisamente, el “paper” propone hacer un repaso de la teoría liberal de las RRII, pero sugiriendo nuevos desafíos a la agenda, repensando además su metodología racionalista, para entender más y mejor, las complejidades aludidas, donde conviven estructuras modernas con lógicas y estilos premodernos y profundamente irracionales.
La reciente crisis ucraniana he generado una serie de debates respecto a cuestiones de teoría política básica como la expansión democrática y los DDHH, la soberanía estatal, la intromisión en Estados vecinos y la propia estatalidad. Desde la teoría liberal de las RRII, se trata de viejos temas pero que tal vez, requieran ser adaptados a los nuevos tiempos, de un mundo complejo pero diferente al de hace dos décadas atrás. Precisamente, el “paper” propone hacer un repaso de la teoría liberal de las RRII, pero sugiriendo nuevos desafíos a la agenda, repensando además su metodología racionalista, para entender más y mejor, las complejidades aludidas, donde conviven estructuras modernas con lógicas y estilos premodernos y profundamente irracionales.
Todo “paper”
tiene su historia y éste no podía ser la excepción. Cuando en febrero de este
año, en un contexto que parecía anticipar una nueva marea global prodemocrática
liberal, se produjo el “Euromaidan” en Ucrania,
paralelamente a las protestas venezolanas contra el régimen chavista de
Nicolás Maduro, muchos medios de comunicación y no pocos liberales en las redes
sociales, expresaron su alegría por el éxito de la supuesta revolución proeuropeísta del país eslavo, el que por
fin, así, parecía liberarse del yugo ruso, otrora soviético. Cuando al poco
tiempo, comprobamos, dada la propia torpeza de la Uniòn Europea que lo promovió
sin saberlo, que la extrema derecha ucraniana, paramilitarizada, nacionalista y
heredera de Stepan Bandera, colaboracionista pronazi durante la II Guerra
Mundial, se estaba apropiando del liderazgo de la revuelta y presionaba al flamante
gobierno interino para hostigar desde Kiev, a la población prorrusa en el
sudeste, al punto de forzar una guerra civil, cuya precaria tregua se inició el
5 de setiembre pasado, aquel entusiasmo inicial, comparable al de la caída del
Muro de Berlín, se diluyó.
A lo largo de
los meses, los indicadores no pudieron ser más desmotivantes para los
fervorosos liberales del mundo, que creían ver a Rusia y sus eternas ambiciones
imperiales, como el único responsable. La matanza de 50 civiles (encerrados y
quemados vivos) en Odessa, que fue literalmente ignorada en Europa; la caída de
un avión comercial de línea con casi 300 pasajeros, mayoría holandeses, del que
hoy se sospecha, según las propias fuentes de Países Bajos, pudo haber sido
derribado por el ejército ucraniano, cuando todo parecía culpabilizar al bando
prorruso y, el drama humanitario de 3.600 muertos y cerca de un millón de
refugiados, son fenómenos crueles de una guerra civil y de un Estado “cuasi fallido”,
que debe a su propia incapacidad institucional y de liderazgo, la imposibilidad
de controlar la situación interna, derivando en insospechadas consecuencias,
que tomaron por sorpresa a todas las potencias involucradas: la UE, Estados
Unidos y la “maligna” Rusia. Sin embargo, aunque queden claras las
responsabilidades domésticas de los propios ucranianos, a la última se la sigue
culpando de la crisis vecina y prueba de ello, es la instrumentación de cuatro
oleadas de sanciones económicas, comerciales y políticas por parte de la UE y
Estados Unidos –que sólo fueron respondidas por Moscú en una sola ocasión, con
embargos alimentarios- y, como si todo ello fuera poco, el rodeo o cerco
impuesto por la OTAN, contra territorio ruso, como nunca antes en la historia
de la humanidad, percibieron ser tan amenazados los rusos, tan sensibles a su
territorialidad y paradójicamente, tan expansionistas sobre países vecinos, que
hoy reclaman tan a viva voz, la
“protección” de la OTAN, como Polonia y los Estados Bálticos.
Caben hasta
allí, realizarse varias preguntas: estuvo en juego la libertad del pueblo
ucraniano en el Euromaidan? O, ya lo
había estado en la llamada Revolución Naranja, una década antes, donde sí
existía un clivaje claro entre adherir a Europa y al capitalismo versus
mantener el vínculo con Rusia y poseer una economía no tan competitiva? Era el Euromaidan, en todo caso, una violenta
rebelión popular ganada por una elite aún más violenta pero oportunista, sin
identidad más que perseguir rusos y judíos? Qué hizo la UE al apoyar semejante
proceso, tan reñido con sus propios principios? Se contribuye sancionando a
Rusia, a la posibilidad de avizorar una democracia real allí o, por el
contrario, de esa manera se aísla a Putin y se justifica el discurso antioccidentalista
e iliberal de los civilizacionistas o eurasianistas (una insólita alianza de
nacionalistas y comunistas), liderados entre otros, por el profesor Aleksandr
Dugin? Hay en Ucrania, una clara divisoria al estilo de la Guerra Fría, entre
los amantes de la libertad, del lado de la UE y Estados Unidos y los prorrusos,
con vocación al servilismo y despotismo, al estilo tocquevilleano o,
simplemente hay una OTAN que busca autojustificarse en una era donde ya no hay
más Pacto de Varsovia y Rusia no es ninguna amenaza militar seria, sin estar en
juego ningún axioma valorativo, excepto exceso de burdos intereses de “lobbies”
internos, antirrusos, como el polaco o el judío en Estados Unidos y carencia de
líderes occidentales, que se guíen por principios nuevos, dejando de lado
visiones sobresimplificadas típicas de la Guerra Fría? Finalmente, y desde el
plano estrictamente teórico, lo más relevante, representa “Occidente” hoy lo
mismo que en la era de la Guerra Fría o se trata de una categoría inmutable en lo axiológico pero
absolutamente mutable en términos geográficos y militares?
Cabe preguntarse
si la teoría o la filosofía política de las Relaciones Internacionales, está
preparada para analizar este tipo de situaciones, cada vez más recurrentes en
el mundo de hoy –donde conviven lo premoderno con lo moderno y postmoderno- o,
si por el contrario, sigue encorsetada por marcos explicativos, más adecuados
para viejas épocas, donde todo era más previsible. Concretamente, hay forma de
escapar a la díada que proponen el idealismo liberal clásico donde se condena a
todo aquello iliberal, por el sólo hecho de serlo, siendo miopes a las
posibilidades de cambio político interno y el realismo-neorrealismo, con su
carga de negatividad acerca del mundo descarnado que vivimos? Del lado liberal,
cuán cerca o cuán lejos, estamos de asumir que también para nosotros, las
antiguas categorías y miradas, tampoco cuentan y cuán predispuestos estamos a
aceptarlo y asumir nuevos enfoques, que, sin alejarnos de nuestros principios
(sociedades más abiertas pero antes que nada, respetar la pluralidad de
opciones políticas que existen en un mundo cada vez más multipolar), nos
permitan analizar este mundo, mucho más dinámico y más complejo, del que
estábamos habituados.
Un mundo
diferente
Mucho más en
tiempos de globalización tras el derribo
de las fronteras ideológicas que caracterizaron el orden bipolar de la Guerra
Fría, la política mundial pasó a estar
intrínsecamente ligada a la economía y el comercio, dado el enorme flujo de
mercancías, servicios y personas que se desplazan a lo largo y ancho del
planeta. Desde el ámbito científico social, la caída de la URSS fue
interpretada como el “fin de la historia”, con el triunfo inexorable de la
democracia y la economía de mercado. Así, se inauguró en 1992, una larga etapa
-que aún, con matices, vivimos-, representada por un auge estructural, signado
por el dominio de las NTICs (Nuevas
Tecnologías de la Información) –la más notable, Internet-, la instantaneidad
financiera y la caída de la verticalidad y centralidad gubernamental, lo cual
implica, desde el punto de vista del pensamiento filosófico, en términos austríacos, la victoria de Popper
y Hayek sobre el orden planificado y racionalista (denominado
“constructivismo”, por el Premio Nobel de Economía de 1974).
Sin embargo,
como bien sabemos, la teleología hegeliana o neohegeliana, a lo Fukuyama, puede ser discursiva pero con frecuencia, no
deja de chocar contra la cruel realidad. El 11 de setiembre de 2001 (11S), tras
una década de globalización pura, donde la literatura internacionalista se
remitía a “papers” y libros donde la
economía política y el comercio internacional, hegemonizaban los contenidos de
la política mundial, se convirtió en la bisagra. Tras los ataques a las Torres
Gemelas en NYC y el Pentágono en Washington, la “guerra contra el terrorismo”,
que aún continúa, interrumpió aquella fase de desbordante e ingenuo optimismo,
no obstante que éste se había empezado a erosionar incluyendo las sucesivas
crisis financieras en los últimos años de los noventa, las que asolaron países
emergentes como Brasil, México, Indonesia y Rusia, entre otros. Una agenda
fuertemente securitizada, donde Hobbes venía a reemplazar a Locke, con un
fuerte acento en la defensa y protección de las fronteras nacionales y un papel
creciente del Estado, garantizando los derechos de los ciudadanos, aún a costa
de sus libertades, cambiaron drásticamente
el contenido de la agenda.
En efecto,
inaugurando el primer gran evento violento del siglo XXI, el 11S citado, más
guerras civiles y ocupaciones (Afganistán, Irak, Libia, Siria, Franja de Gaza,
Ucrania y Africa), que hemos vivido desde aquella fecha, otra vez, han puesto
freno a las expectativas idealistas mencionadas, enfatizando las dificultades
en universalizar la visión racionalista
y optimista de los derechos humanos, sin considerar las enormes restricciones
culturales, que existen para ello, particularmente en vastas regiones del
planeta, hoy demográficamente dominantes (China, el Islam, etc.).
Cuál es el
contexto teórico de las Relaciones Internacionales que pueden explicar estos
procesos de cambio que hemos vivido en las últimas décadas? A la tradicional
realista-conservadora, “materialista” en términos epistemológicos, se ha
opuesto una visión liberal-idealista-pacifista-liberal, ya sea en sus versiones
juridicista (institucionalista) –a lo Kant- como comercial –a lo Adam Smith-. En
las últimas décadas, tanto el neorrealismo como el neoidealismo o
intergubernamentalismo liberal, han intentado “aggiornar” a los enfoques
clásicos, con miradas más sistémicas y más estrictas en lo metodológico en
detrimento de lo normativo. En cualquier caso, ambas teorías han ido
convergiendo en un marcado “racionalismo materialista”, haciendo hincapié en
factores macro como “estructura internacional de poder” e “intereses” o micro
como el cálculo costo-beneficio individual y estatal, dejando de lado el peso
de elementos menos “materiales” como las ideas, las creencias, las discursos y
las identidades.
Precisamente,
las nuevas teorías, insertas en una lógica postpositivista o reflectivista,
como el constructivismo, el análisis del discurso, la contrahegemónica, la crítica
y el feminismo, entre otras, que enfatizan en los aspectos recién mencionados,
han estado rediscutiendo el predominio de aquéllas, pero ninguna de ellas, toma
al individuo como centro de referencia o unidad metodológica de estudio, sino
que se encargan de estudiar colectivos.
Este “paper” intenta primero, describir el
panorama teorético del liberalismo en relación a las Relaciones
Internacionales, ofreciendo una configuración del mapa internacionalista de
dicha tradición y en segundo lugar, a la luz de los fenómenos internacionales recientes,
a lo largo de estas dos últimas décadas, el análisis valorativo de los mismos,
desde una perspectiva liberal. En cualquier caso, se intentará efectuarlo,
despojándonos de prejuicios ideológicos o miradas típicas de la Guerra Fría, ya
que, como bien afirma Michael Cox, “los conflictos actuales son fruto de la
Guerra Fría”, o del final de la Guerra Fría, pero ya no existe la Guerra Fría
ni podrá ser recreada, sencillamente porque sus dos grandes condiciones, la
oposición ideológica y la lucha bipolar por la supremacía nuclear, han
desaparecido.
Más
democracia y derechos humanos a nivel mundial
Una versión
liberal en RRII, tal vez, la más conocida, es la del idealismo democrático.
Esta teoría, de fuerte raigambre kantiana, considera que la paz mundial se
alcanza a medida que se expande la democracia en el planeta. Las guerras se
producen sólo entre Estados autoritarios y totalitarios mientras que los
democráticos se hallan en permanente armonía y sólo se dedican a comerciar,
apagando así sus fuegos instintivos. Los casos de Alemania y Francia al final
de la II Guerra Mundial, más la eliminación de conflictos entre países
sudamericanos en los ochenta, de la mano de sus procesos democratizadores, son
pruebas elocuentes de ello.
Hay una suerte
de efecto dominó en esta evolución. Las regiones irradian la influencia
democrática y obran como promotoras de la misma en las regiones más
“atrasadas”. Tanto el final de la II Guerra como los finales de la década del
setenta, vieron una importante democratización regional en Europa del Norte y
del Sur, respectivamente.
A fines de los
ochenta y principios de los noventa, se produjo la tercera gran oleada
democrática, con la caída incruenta de la ex URSS y los países del Este, tras
el estrepitoso fracaso del comunismo, a los que deben sumarse los países de
América Latina que fueron superando sus experiencias autoritarias, algunos
Estados africanos como la propia Sudáfrica (post-apartheid) y unos pocos
asiáticos. En no pocos casos, el liderazgo en Occidente de algunas
personalidades políticas, intelectuales y hasta religiosas, el propio desgaste
interno de dichos regímenes y la fortaleza creciente de la sociedad civil, se
erigieron en factores que contribuyeron notoriamente al avance democrático y
con él, de los derechos humanos3.
Efectivamente,
nunca antes en la historia de la humanidad, se expandió tanto la frontera de
los países ganados por el pluralismo y el respeto de las libertades,
independientemente de la mayor o menor calidad o fortaleza de sus
instituciones. En tal sentido, es correcta la aseveración del Presidente Obama
en la última Asamblea General de la ONU,
en el sentido que “éste es el mejor mundo que ha vivido la humanidad”.
Sin embargo,
también se verifican situaciones opuestas. Seguramente, el apogeo de la
racionalidad y la modernidad, conllevaron al auge y fracaso del experimento socialista
de la URSS. Por ello, todo lo que vino después, en gran medida, es la “revancha
de Dios”, la explosión de lo premoderno, de los instintos más irracionales, la
xenofobia y el racismo, cuando no, los sueños del pasado, como el propio
califato islámico.
La exacerbación
de las tensiones, latentes y reprimidas durante la Guerra Fría, tras la caída
de la URSS, acarrearon políticas de exterminio étnico, como los planteados por
Serbia contra poblaciones croatas, bosnio-musulmanas o albano-kosovares, pero también por Rusia, en contra de los
chechenos. Indudablemente, que en tales guerras, las conductas revanchistas
involucraron a ambos bandos, pero Occidente se encargaba insistentemente, por
diferentes razones, de inculpar a uno de los dos, por ejemplo, los serbios,
cuando en realidad se trataba –y se trata- de la explosión de ancestrales
rivalidades, que lejos de controlarse militarmente, con frecuencia,
permanecerán latentes por un tiempo mayor. Los debates intelectuales que
particularmente, en Europa continental, una zona del mundo, que debe
responsabilizarse históricamente, de sus muchas atrocidades, pero que
paradójicamente, se erige en paladín y docente de los derechos humanos en el
mundo, por aquella época, transmitían estos dobles estándares, castigando
sobremanera a unos y defendiendo a otros. Estos debates precedieron a las
intervenciones militares de la Administración Clinton en aquellas
convulsionadas regiones a mediados y finales de los noventa.
También por
aquellos años, y de la mano de la oleada globalizadora, en los países
desarrollados, particularmente, los europeos, apareció un especial activismo
judicial, dirigido a reactivar causas por violaciones a los derechos humanos,
contra ex gobernantes militares de los países emergentes y subdesarrollados. El
caso liminar, fue el del ex dictador chileno general Augusto Pinochet Ugarte,
quien radicado transitoriamente en Inglaterra, fue detenido en 1998, en dicho
país, al librarse orden de captura internacional, por parte del Juez español
Baltasar Garzón. Esto dio lugar a una serie de discusiones acerca de la
posibilidad de enjuiciarlo en cortes europeas, cuestión que finalmente fue
resuelta en la Cámara de los Lores británica, la que en un fallo histórico, en
1999, procedió a declararse incompetente, lo cual dio lugar a su posterior
liberación y viaje de regreso a Chile, donde fue exonerado como Senador
Vitalicio pero sobreseído en la justicia ordinaria, por demencia senil. También
se registró el caso de Milovan Milosevic, el dictador serbio, que arrestado o
virtualmente secuestrado, fue trasladado a La Haya (Holanda), para ser juzgado
por crímenes contra la humanidad, en la Corte Internacional de Justicia. Las
discusiones se centraron entonces, en la posibilidad, justificación y alcances
de una justicia globalizada o internacionalizada, en todo caso, supranacional,
aunque, como en el caso Pinochet, era un Juez de un Estado (España), el que
determinaba la orden de procesamiento y captura del ex gobernante y en ese
momento senador nacional de otro Estado (Chile).
También se
inició así un fuerte activismo judicial globalizado, representado por los
procesos a ex dictadores de variadas regiones del mundo, como Pinochet (Chile),
Lino Oviedo (Paraguay) y Milosevic (Serbia) u otros hechos derivados de los
anteriores, como el nacimiento de la Corte Penal Internacional o nuevos
convenios de Derecho Internacional Público de los Derechos Humanos, marcaron
dicha era de los noventa, de apogeo democrático-liberal.
Hoy allí, ante
el Tribunal Penal de La Haya, comparece
Uhuru Kenyatta, el presidente de Kenia, en ejercicio, acusado de haber provocado violentos disturbios
postelectorales, que causaron 1.000 muertos y la huida de 600.00o, muchos menos
por cierto, que los 3.600 y casi millón de la Ucrania, hoy defendida a
rajatabla por “Occidente”.
Los propios
ejércitos, como el norteamericano, fueron conminados a estar bajo la presión de
esas nuevas normativas. Esta marea fue deliberada y consecuentemente propagada
a través de textos y protocolos jurídicos con efectos extraterritoriales,
abarcando incluso regiones del globo,
con culturas no occidentales, lejanas a valores y principios modernos, al
estilo del siglo XVIII.
Si bien la
oleada democrática y pacífica fue marcadamente relevante, en estas dos décadas,
incluyendo el movimiento de ONGs y voluntarios de todo el mundo, destinadas a
ampliar el discurso democratizador en todo el mundo, siembran dudas la
evolución política de países como Rusia y China, emergentes y dinámicos en lo
económico, pero a su vez, con reputaciones imperialistas y actuales
configuraciones políticas poco democráticas.
Los recelos
europeos y entre las mismas potencias nombradas (vecinas), crean inquietud
respecto al futuro. Si bien hay claros indicios estructurales de que
regresiones autoritarias son inviables, la posibilidad de conflictos en torno a
los países mencionados y los temores que generan su creciente militarización en
materia presupuestaria, permiten aventurar debilidades de la teoría
democrática. El “fantasma” de Hitler, no detenido a tiempo por las potencias
occidentales culposas, siempre está latente, pero cabe preguntarse si tanta
desconfianza a la evolución política de otros Estados que no han tenido la
trayectoria lineal aunque lenta de los occidentales, no genera en sí misma,
recelos y potenciales roces con aquéllos, absolutamente innecesarios.
A continuación,
ofrecemos mirar el mundo en el que vivimos, bajo parámetros desafiantes: la
coexistencia de sociedades tradicionales, generalmente cuestionadas desde una
lógica racionalista (liberal?) y moderna; la amenaza del fanatismo religioso y
el terrorismo islámico; los regímenes políticos iliberales; las violaciones a
los DDHH (derechos humanos), bajo otras formas diferentes a las del pasado
totalitario; la securitización neohobbesiana post 11S y la indefensión de los
individuos ante los Estados actuales. Trataremos así, de generar una genealogía
de la libertad postmoderna, que nos permita alejarnos de la racionalidad
idealista clásica, sin caer en el oscuro e inexorable mundo en el que nos
depositan los realistas, abjurando de valores y principios.
Modernidad versus tradición
Los derechos humanos asumen realidad histórica sólo cuando
ciertas ideas específicas sobre la dignidad humana han llegado a formar parte
en los hábitos de la gente, cuando tales personas podrían asociarse juntas
libremente para fundar instituciones que abracen estas ideas en forma práctica
y rutinaria y cuando libres asociaciones de ciudadanos preocupados vean en ello
que estas instituciones funcionan como deberían. Cuando las instituciones están
llenas de personas corruptas, o de personas que desvían tales instituciones
para el abuso partidario o personal, entonces se transforman en conchas vacías.
En estos términos lo dijo el filósofo y parlamentario irlandés Edmund Burke (1729-1797)
en su clásico “Reflexiones sobre la Revolución Francesa”: "Yo debo por eso
suspender mi congratulación sobre la libertad en Francia, hasta que se me haya
informado cómo ha sido combinada con el gobierno, con la fuerza pública, con la
disciplina y la obediencia del ejército; con la recaudación de un efectivo y
bien distribuido ingreso; con la moralidad y la religión; con la solidez de la
propiedad; con la paz y el orden; con las maneras sociales y civiles. Todo esto
(a su modo) son también buenas cosas y, sin ellas, la libertad no es un
beneficio mientras dura, y no sea probable que continúe por un tiempo
largo" (Novak, 1987
:82).
Hace dos o tres décadas, cuando el marxismo gozaba de su
máximo prestigio entre los intelectuales norteamericanos, eran los requisitos
económicos de la democracia los que se enfatizaban por los cientistas
políticos. La democracia, decían ellos, sólo podrá funcionar en sociedades
relativamente ricas, con una economía avanzada, una gran clase media y una
población letrada, y podía esperarse que emergiera en forma más o menos
automática cada vez que prevalecían estas condiciones. Hoy en día este cuadro
aparece seriamente sobresimplificado. Mientras que, indudablemente, ayuda tener
una economía lo suficientemente fuerte como para proveer niveles de vida
decentes para todos, y suficientemente "abierta" como para
proporcionar movilidad y fomentar la
realización personal, son aún más esenciales una sociedad pluralista y el tipo
correcto de cultura política (y el tiempo o la oportunidad) (Kirkpatrick, 1979
:196).
Normalmente, se requieren décadas, cuando no siglos, para
que los pueblos adquieran la disciplina y los hábitos necesarios En Gran
Bretaña, el camino desde la Carta Magna al Acta de Establecimiento, a las leyes
de reforma electoral, se recorrió en siete siglos. Pero la propia historia
norteamericana no proporciona mejores fundamentos para creer que la democracia
llega fácilmente, rápidamente o con sólo pedirla. Una guerra de independencia,
una Constitución desafortunada, una guerra civil, un largo proceso de concesión gradual de
derechos políticos, marcan el escabroso proceso de las ex colonias británicas
de América del Norte hacia el gobierno democrático constitucional.
Ya Huntington en los sesenta, en pleno apogeo de las teorías
de la modernización, manifestaba cómo el pueblo norteamericano, que nació sin
un pasado feudal ni aristocrático, suele no entender cómo existen otros países
en el mundo, a los que les resulta dificultoso el tránsito hacia democracias
estables. Para Kirkpatrick, aun cuando la mayoría de los gobiernos del mundo,
como ha sido siempre, son autocracias de un tipo o de otro, no hay una idea que
domine tanto en la mente de los norteamericanos educados como la creencia de
que es posible democratizar los gobiernos en cualquier tiempo, lugar o
circunstancia. Esta noción está desmentida por gran cantidad de evidencia
basada en la experiencia de docenas de países que han intentado con más o menos
(generalmente menos) éxito cambiar de un gobierno autocrático a uno
democrático. Muchos de los más sabios cientistas políticos de este siglo y los
anteriores están de acuerdo en que las instituciones democráticas son
especialmente difíciles de establecer y mantener, porque exigen mucho de todos
los grupos de la población y porque dependen de complejas condiciones sociales,
culturales y económicas (Huntington, 1972).
En Occidente, hay una suerte de “imperialismo moral”, que
repudia a las sociedades tradicionales. La preferencia por la estabilidad más
que por el cambio también es inquietante para los norteamericanos, cuya
experiencia nacional completa descansa en los principios de cambio, crecimiento
y progreso. Los extremos de riqueza y pobreza característicos de las sociedades
tradicionales los ofenden, más que nada porque los pobres son muy pobres y
están condenados a su miseria por una asignación de roles hereditaria. Los
norteamericanos interpretan, probablemente, la relativa falta de preocupación
de gobernantes ricos y cómodos por la pobreza, la ignorancia y las enfermedades
de "su" pueblo, como pura y simple negligencia moral. La verdad es
que los norteamericanos difícilmente pueden soportar tales sociedades y tales
gobernantes. Enfrentados a ellas, ese ostentado relativismo cultural se evapora
y se ponen tan criticones como los reverendos puritanos enfrentados al pecado
en la Nueva Inglaterra del siglo XVII.
Los autócratas tradicionales toleran las inequidades
sociales, la brutalidad y la pobreza mientras que las autocracias
revolucionarias las crean. Los autócratas tradicionales dejan en su lugar las
distribuciones existentes de riqueza,
poder, status y otros recursos, ni alteran el ritmo habitual de trabajo y
descanso, lugares de residencia, patrones habituales de familia y relaciones
personales. Porque las miserias de la vida tradicional son familiares, son
soportables para la gente común que, creciendo en la sociedad, aprenden a
aceptar, tal como los niños nacidos de los intocables en India adquieren las
destrezas y actitudes necesarias para sobrevivir en los miserables roles que
están destinados a cumplir. Tales sociedades no crean refugiados a diferencia
de los regímenes comunistas
revolucionarios, que los crean por millones, ya que exigen jurisdicción
sobre toda la vida de la sociedad y demandan cambios que violan valores y
hábitos internalizados por décadas. Así en tal forma, sus habitantes huyen por
decenas de miles con la notable esperanza que sus actitudes, valores, y
objetivos se "acomoden" mejor en un país extranjero que en su tierra
nativa (Kirkpatrick, 1979 :214).
Derechos humanos no metafísicos
Tal vez, una de
las causas de semejantes despropósitos es la exagerada dosis de racionalidad
que todavía le imprimimos al debate mundial por la democracia y los derechos
humanos. Los dobles estándares con los que siguen moviéndose las potencias
occidentales en el mundo, por ejemplo, apoyando en Europa, la reunificación
alemana y la disgregación territorial de Yugoslavia, incluso, por qué no la de
Rusia pero no la de Ucrania, o en Africa y Asia, la fragmentación de Libia,
Sudán o Siria pero no la de Irak o Afganistán, quizás descansen en falsas
premisas respecto a la difusión de principios caros al pensamiento occidental
como los derechos humanos, las garantías individuales y la democracia liberal. No obstante, estos dobles estándares, la
efectiva vigencia del respeto de los derechos humanos “concretos”, en términos
de Edmund Burke, estuvo –y está- lejos de plasmarse, máxime considerando que en
casi todos los casos, se trata de Estados “fallidos” o “cuasi fallidos”, cuya
estatalidad, condición sine qua non,
para que las libertades se vean protegidas, o es nula o existe de manera muy
precaria, asolada por clanes, “señores de la guerra”, mafias, etc.
Según el
filósofo liberal Isaiah Berlin, “el famoso ataque de Burke contra los
principios revolucionarios franceses estaba fundado sobre el mismísimo llamado
a los miles de hilos que atan a los seres humanos dentro de un todo
históricamente sagrado, contrastado con el modelo utilitario de sociedad visto
como una compañía de negocios que se mantienen unida sólo por obligaciones
contractuales, con el mundo de economistas, sofistas, y calculadores que están
ciegos y sordos a las relaciones inanalizables que hacen una familia, una
tribu, una nación, un movimiento, cualquier asociación de seres humanos que se
conservan juntos por algo más que la búsqueda de ventajas mutuas, o por la
fuerza o por cualquier cosa que no es el amor mutuo, la lealtad, la historia
común, la emoción y los conceptos. Este énfasis, durante la última mitad del
siglo XVIII, sobre factores no racionales, conectados o no con relaciones
religiosas específicas, que hace hincapié en el valor de lo individual, lo
peculiar, lo impalpable, y hace referencia a las antiguas raíces históricas y
costumbres inmemoriales, a la sabiduría de los sencillos y macizos campesinos
no corrompidos por las complicaciones de sutiles “razonadores” tienen
implicaciones fuertemente conservadoras, y, ciertamente, reaccionarias”
(Berlin, 1983 :72-73).
Burke
reflexionaba: “¿de qué sirve discutir el derecho abstracto de los hombres a
tener alimentos o medicina? La cuestión es qué método emplear para
proporcionárselos. En ese caso, siempre seré de opinión de llamar al agricultor
y al médico, antes que al profesor de metafísica. Esos derechos metafísicos
penetran la vida diaria como rayos de luz que atraviesan un medio denso, y por
ley de la naturaleza sufren la refracción que desvía su dirección. De hecho, en
la vasta y complicada masa de pasiones y preocupaciones humanas, los derechos primitivos
del hombre sufren tal variedad de refracciones y reflejos que sería absurdo
hablar de ellos como si mantuvieran su dirección original. La naturaleza del
hombre es intrincada; los fines de la sociedad son extraordinariamente
complejos, por lo que no todas las disposiciones de dirección o poder son
apropiadas para la naturaleza del hombre o sus asuntos” (Fontaine Talavera,
1983 :151).
Según el parlamentario irlandés, “la libertad civil, no es
algo que yace en las profundidades de la ciencia abstracta, como se les ha
tratado de persuadir. Es una bendición y un beneficio, no una especulación
abstracta, y todo razonamiento respecto a ella es tan sencillo que se adapta
perfectamente a las capacidades de aquellos que deben disfrutarla, y de
aquellos que deben defenderla. La libertad social y cívica, como otros aspectos
de la vida diaria, sufre mezclas y modificaciones, es disfrutada en diferentes
grados y adquiere una infinita diversidad de formas, de acuerdo al temperamento
y a las circunstancias de cada comunidad. La libertad "extrema" (que
es su perfección abstracta, y su verdadera ausencia) no lleva a nada, ya que
sabemos que los extremos, en todo lo que tenga relación con nuestros deberes o
satisfacciones en la vida, son destructivos tanto para la virtud como para el
disfrute de ellos” (Fontaine Talavera, 1983 : 153).
Resulta claro
que una gran mayoría de los pueblos del mundo, hoy en día, no sólo están lejos
de vivir bajo regímenes que protegen los derechos humanos, sino que en muchos
ni siquiera existen las precondiciones para tal protección. De aquí que la
navegación que se extiende ante aquellos que buscan la protección universal de
los derechos humanos es extremadamente larga y que su travesía requerirá pensar
estratégicamente. De igual modo, la sabiduría práctica, la paciencia y la
perseverancia son también virtudes esenciales para su aplicación táctica. Una
política externa basada en los derechos humanos, necesariamente apartada de los
temores liberal-conservadores que precedieron estos párrafos, debe ser modesta,
pero activista y perseverante (Novak, 1987 :42).
Buena parte del mundo vive sensaciones de genocidio, es
decir, la masacre de gran número de inocentes por su propio gobierno o por
conquistadores extranjeros; el abandono deliberado de zonas completas de
población dejadas a la inanición; el uso sistemático del terror (incluyendo la
tortura) como política de gobierno; la expulsión de gran número de personas de
sus casas; la esclavización mediante variadas formas de trabajos forzados; la
separación obligada de familias (incluyendo distanciar a los niños de sus
padres, por acción gubernamental); la deliberada profanación de símbolos
religiosos y la persecución de aquellos que los veneran; la destrucción de
instituciones que recogen identidades étnicas, etc. (Berger, 1977 :62)
Extensas
regiones del planeta, empezando por China, donde coexisten insólitamente el más
crudo capitalismo con una férrea y opaca dictadura comunista, sin libertades
civiles ni garantías constitucionales mínimas, pero frente a las cuales,
Occidente ha decidido no presionar, privilegiando las relaciones comerciales,
financieras y hasta laborales con el gigante asiático, pero condenando a la
liberal Taiwan o traicionando a Hong Kong, como hicieron los británicos en los
noventa. Precisamente, en ésta, “la rebelión de los paraguas”, o los jóvenes de
la masacre de Tiananmen; científicos y universitarios que denunciaron la
censura a Google y los médicos que difundieron el SARS, sometidos ahora a una
“intensa reeducación”, pueden testificar elocuentemente las atrocidades del
totalitarismo de la “moderna” tecnoburocracia “roja” de Beijing.
En Corea del
Norte, Cuba, Myanmar, Laos, Irán, Sudán y otra veintena de países, dispersos en
Asia, Africa, Europa del Este y Latinoamérica, gobernados por dictaduras, con
sus cárceles pobladas de prisioneros políticos, torturados, sufriendo juicios
sumarios, confiscaciones, cercenamientos de la libertad de prensa, etc.,
continúan violándose los derechos humanos más elementales, mientras Occidente
simula mirar hacia otro lado. Pero también en regímenes con fachada de
democracias, como Bielorrusia, Turkmenistán, Azerbaiján, Zimbabwe, Irak (antes
y post-invasión norteamericana) y hasta la propia Israel (sobre territorios
árabes ocupados), los allanamientos, ejecuciones sumarias, desapariciones o
migraciones forzadas, torturas, etc., se expanden por doquier.
Un largo camino
por recorrer en materia de democratización, el panorama mundial de los derechos
humanos de la postguerra fría, regularmente monitoreado por variadas
Organizaciones No Gubernamentales como Freedom House, Human Rights Watch,
Amnesty International, el Comité de Abogados Pro Derechos Humanos, la Liga
Internacional en
pro de los Derechos Humanos, la Comisión Internacional de Juristas, el Grupo de
Legislación Internacional de Derechos Humanos, los Comités de Vigilancia, u
otras más regionales y subrregionales, como Americas Watch, la Comisión Andina
de Juristas, la Oficina de Washington para América Latina (WOLA, en inglés)
y la propia ONU, dista mucho de ser el ideal (Buergenthal, 1996 :333-340).
En nuestra América Latina, el panorama aún es peor, en
términos de violencia interna, a pesar de constituir un continente pacífico en
términos de guerras interestatales. La justicia en Colombia, particularmente en
su rama penal, estuvo en la era pre-Uribe, en una situación de práctico
colapso. La impunidad –estructural y sostenida, casi institucionalizada–, según
cifras oficiales, era de casi un 97% en todos los crímenes denunciados. Todo
ello en una sociedad que producìa 35.000 homicidios al año, lo que significaba,
según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud, el 10% de todas las
muertes que se producìan en el mundo de forma violenta, o 74 por cada 100.000
habitantes al año: el segundo de la lista, a gran distancia, era Brasil, que
producía 36 homicidios por cada 100.000 habitantes. Las cifras del horror eran
terribles: 3.500 secuestros dolosos, 300 a 400 masacres (homicidio múltiple y
atroz de cuatro o más personas), y una sociedad que generó dos millones de
desplazados internos, sin contar el éxodo colombiano al exterior (otra pérdida
formidable que tampoco recibió la preocupación mediática ni tampoco la
gubernamental que requeriría) (RECAL, 2003 :24).
Procesos similares se vivieron y viven en México –el más
reciente, el crimen masivo de estudiantes-, Honduras y Guatemala, entre otros.
En este último país centroamericano, según cifras oficiales de la Comisión para
el Esclarecimiento Histórico (CEH), de una población de ocho millones de personas,
más de 200.000 fueron ejecutadas, en el 93% de los casos por la represión del
Estado y los paramilitares, y el 4% por parte de la guerrilla. Más de un millón
de desplazados internos y externos, 40.000 detenidos desaparecidos, más de
5.000 niños desaparecidos, asesinados o vendidos por el Ejército para la
adopción y el tráfico internacional, son el saldo de 36 años de un
conflicto, que significó la
militarización de la sociedad y un genocidio que tuvo un claro carácter de
etnocidio (RECAL, 2003 :27).
En sitios caribeños como Cuba, se ha legalizado la violación
de los derechos humanos. La Constitución vigente está plagada de
contradicciones y niega, limita y omite muchos de los derechos humanos. Hace
negación expresa del derecho soberano del pueblo a cambiar el sistema político
y económico, al imponerse el carácter "irrevocable del régimen".
Limita muchos derechos civiles y omite derechos como el de viajar y el derecho
de los cubanos a tener negocios y empresas. En el Código Penal cubano aparecen
los delitos de "Desacato", "Propaganda enemiga" y
"Peligrosidad". Cualquier ciudadano, arbitrariamente, puede ser
condenado a años de prisión según estas leyes, que tampoco definen esos delitos
con precisión. Hay 75 prisioneros de la “Primavera de Cuba”, post firma del
Proyecto Varela (más de 11.000 firmas), que fueron condenados a penas entre 6 y
28 años de prisión en juicios sumarios y después encerrados en celdas de 1,80
por 3 metros, con comida de campo de concentración. Fueron acusados de
"actos contra la independencia nacional y la integridad territorial".
Cuba es un régimen que se va liberalizando muy gradualmente, pero que hoy, como
antes usó a los “marielitos”, emplea la
“cooperación internacional” como método sutil de expulsión de profesionales de
alta calidad pero a bajo precio (Payá Sardinas, 2004).
Producto de
estas desgracias, otras ONGs internacionales, como “Médicos sin Fronteras” y
por supuesto, como siempre, la Cruz Roja Internacional, de activa presencia en
conflictos y guerras civiles regionales, a lo largo del mundo, acuden y
trabajan en materia de ayuda humanitaria. A diferencia de los “globalifóbicos”,
allí sí se puede rendir un merecido homenaje a estos samaritanos globalizados,
que a diario, ofrecen sus propias vidas, al servicio de cientos de miles y
hasta millones de personas, mujeres, niños y ancianos, que habitan en
campamentos de refugiados dispersos por las regiones más infernales del mundo.
Estas minorías indefensas, víctimas del odio tribal, ya sea en Africa, Asia,
Latinoamérica o la propia “ilustrada” Europa, no tienen amparo jurídico alguno,
excepto la cobertura internacional del ACNUR (ONU), porque sus Estados los han
violentado, marginado y expulsado. Sus derechos humanos virtualmente no
existen, debido a que ya no se hallan bajo un orden jurídico estatal.
Igual status de
víctimas tienen los inmigrantes ilegales, que pagan un alto precio al
proteccionismo laboral que se da en el mundo contemporáneo; los ciudadanos del
mundo, incluso connacionales, que han adquirido títulos de gobiernos
insolventes, declarados en default
(como el nuestro); los cientos de miles o millones de habitantes de países,
cuyos Estados son “fracasados” o “fallidos” pues no pueden garantizar la más
mínima infraestructura de seguridad pública: han sido devastados por las
mafias, narcotraficantes, escuadrones de la muerte. Robert Kaplan, periodista
norteamericano de “The Atlantic Monthly,
a través de sus numerosos libros publicados en la década del noventa, es
suficientemente descriptivo acerca de los estos flagelos que viven los
habitantes de numerosos Estados, que viven en situación de “estado de
naturaleza hobbesiano”.
Por último, y
sin duda, éste el centro del debate tras los brutales atentados del 11 de
setiembre de 2001 en Estados Unidos, a los que deben sumarse los crímenes de
Bali, Ryad, Londres, Atocha en Madrid, Moscú, Beslán, etc., el fenómeno del
terrorismo globalizado, no ideológico y fundamentado en una especie de lucha
intercivilizatoria o cultural, abre nuevos interrogantes a develar en el
futuro.
Los peligros del
terrorismo global y la seguridad omnipresente
La nueva faz del
terrorismo, será mezcla y confluencia de dos factores: por un lado, el
terrorismo de alcance global, de inspiración religiosa fundamentalista, cuyo
propósito es causar el mayor daño posible e intentar acabar con el estilo de
vida occidental. Para los radicales musulmanes, Al Qaeda o ISIS, la Guerra
Santa, la Jihad, su motivación y al mismo tiempo su ambición. De la Jihad sólo
cabe esperar una guerra total y sin cuartel. El segundo factor, por otro lado,
es la creciente diseminación de altas tecnologías y, más en particular, de
aquellas relacionadas con la producción de armas de destrucción masiva,
químicas, bacteriológicas, radiológicas y nucleares. Como se expresó Tony Blair
sobre los atentados del 11S, “lo verdaderamente sorprendente de los atentados
no es que causaran la muerte a 3.000 víctimas inocentes, sino que si los
terroristas hubieran tenido los medios a su alcance, habrían asesinado sin
escrúpulos a diez o cien veces más”. Sin barreras morales y con el deseo de
imponernos su ley religiosa y orden teocrático, la confluencia de armas de
destrucción masiva y terrorismo internacional, es decir, de radicalización a la
antigua y tecnología (moderna) se vuelve el mayor peligro y amenaza de los
próximos años, para la raza humana entera (Bardají, 2003).
El mundo que
vivimos es amenazante e imprevisible. No
se puede amenazar con quitar la vida a alguien que está en trance de perderla
voluntariamente si con ello alcanza su meta y horror. Además, frente al
escenario de tener que encajar la muerte de miles de sus ciudadanos a causa de
un acto terrorista, la necesidad de no esperar, sino de anticiparse y prevenir
tamaño desastre, será percibida y argumentada como un requerimiento sine qua non en las nuevas condiciones
de la seguridad, vitalmente dependiente de que Al Qaeda o asimilados golpeen de
nuevo con consecuencias catastróficas (Bardají, 2003).
Ahora bien, ante
una amenaza que concentra en la sorpresa –y en muy pocas manos- una cantidad de
destrucción incalculable, la defensa pasa, necesariamente, por la acción
preventiva. El riesgo de no actuar es llana y simplemente excesivo. El problema
radica en saber cuál es el límite moral para dicha actuación, si “todos”
estamos amenazados. Con su política exterior, la Administración Bush estuvo a
punto de poner fin al sistema westfaliano de Estados-Nación autónomos e
independientes consagrado por la Carta de las Naciones Unidas. La soberanía
tendría que entenderse de manera cualificada o condicionada a partir de ahora.
Superada la era militar tecnológica de Clinton, Bush intentó reestructurar las
fuerzas militares ante el nuevo desafío, en terrenos tan dispares como la
orgánica, las doctrinas, la logística, la gestión de los recursos humanos y, en
última instancia, las operaciones. Las fuerzas armadas americanas dejan de ser
“el escudo de la república” para convertirse en unidades expedicionarias de
alcance global. Las operaciones en Afganistán, Irak y Siria, se inscribieron en esta
nueva lógica.
Sin embargo,
este despliegue global de las fuerzas norteamericanas, también genera nuevos
dilemas, en torno a sus acciones en Estados ajenos. El hecho de la
“mercenerización” de las tropas, crea dudas en torno a sus actos de naturaleza
moral, como se observó en Abu Graib (Irak). Mientras la socialización
profesionalista militar puede ser un morigerador de conductas inescrupulosas,
sobre prisioneros o población civil, porque hay códigos, normas y valores que
el soldado debe observar y respetar, porque así le han enseñado, el
reclutamiento de trabajadores de servicios, de baja calificación, impulsados
por la mera ambición económica, puede generar desafíos de incalculables efectos
morales, incluyendo cercenamientos a derechos humanos elementales.
En el ámbito
doméstico, a nivel de las fronteras de cada país, la securitización de la
agenda belicista contra el terrorismo, trajo aparejado un orden neohobbesiano peligroso para las
libertades civiles. La Homeland Patriotic
Act en Estados Unidos y normativas similares en los países occidentales,
pero también en Rusia, China y la India, entre otros, supuso controles
exhaustivos en los aeropuertos y revisiones gubernamentales de los correos
electrónicos individuales, violando las garantías personales. Asimismo, con la
excusa de la defensa de la seguridad nacional, proliferaron las agencias
gubernamentales de seguridad, el aumento de sus burocracias y presupuestos y
una densa red de escuchas y espionajes, que tornaron héroes a personajes como
Julian Assange (Wikileaks)
transparentando dichas conexiones legales pero ilegítimas y Edward Snowden, el
espía norteamericano de la NSA (National
Security Agency), hoy asilado en Rusia. Para no pocos liberales en el
mundo, éstos hoy son considerados semihéroes, al desafiar esa especie de “1984”
oficial internacional del siglo XXI.
Choque de
civilizaciones
Claramente, uno
de los efectos no queridos de la globalización, es el recrudecimiento de lo
premoderno: las identidades étnicas, religiosas, lingûìsticas, etc. A medida
que avanza el contacto global a escala masiva, en no pocas culturas, muchas
comunidades intentan defenderse, reforzndo su carácter peculiar propio.
Asimismo, producto
del choque intercivilizatorio que supone además, la guerra global contra el terrorismo, resulta
claro, que no obstante los países musulmanes hayan firmado tratados
internacionales de defensa de los derechos humanos, existen culturas, como la
propia musulmana, que niegan la existencia real de tales derechos, tal como se
conciben en nuestra cultura. La simbiosis entre religión y poder, hace largo
tiempo –felizmente- superada por Occidente; el desamparo y sojuzgamiento de la
mujer, al extremo de los “crímenes de honor”, por parte del hombre; la nula
libertad de opinión y expresión; la concepción religiosa de los derechos
humanos (santos, antiguos y derivados de
una fuente distinta a la experiencia humana), etc., rigen cotidianamente en
países que aceptan la globalización, pero no los valores occidentales humanistas5.
El desafío del
Islam al universalismo de los derechos humanos existe desde el propio inicio de
la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1947, cuando la
delegación de Arabia Saudita, objetó el artículo 16, referido a la libre
elección matrimonial y también el 18, relativo a la libertad religiosa.
Regímenes islámicos fundamentalistas como el de la Revolución iraní en 1979,
los talibanes en Afganistán a mediados de los noventa y los movimientos
proislámicos de Argelia, incluso el de la “democrática” Turquía (aliada de la
OTAN), han sido virulentos respecto a al imperialismo moral de Occidente.
Tendencias más secularizadas se verifican empero, en Egipto, Jordania,
Marruecos y Túnez, que permiten abrigar alguna esperanza, respecto a la
vigencia del respeto a los derechos humanos en aquellas sociedades (Ignatieff,
2001 :102-103) (Ottaway, 2004).
En el Sudeste
Asiático, también existe un acendrado rechazo a los valores “individualistas”
que acarrea la filosofía occidental de los derechos humanos, aún en países
capitalistas y exitosos como Singapur o Malasia, donde sus elites gobernantes
recurrentemente se enfrentan al lenguaje y legislación occidental.
Concretamente, por ejemplo, el ex Premier Mahathir de Malasia, ha objetado la
aplicabilidad universal de la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU,
afirmando que cada país debiera entenderlos de acuerdo a sus propias
necesidades (Ignatieff, 2001 :105) (Clarke, 1997).
En el Extremo
Oriente, en general, una larga tradición ha producido una alergia visceral al
Derecho. En esta tradición, el Derecho sólo es bueno para los bárbaros; el
hombre civilizado, consciente de sus deberes hacia la sociedad, resuelve los
problemas por la conciliación; el buen ciudadano se guarda de "hacer valer
sus derechos". Esto sucedía en la concepción tradicional, pero parece que
el Derecho se occidentaliza cada vez más, al menos en Japón. Lo mismo puede
decirse de los países tradicionales de África. Resulta, pues, que lo que se
considera una gran conquista de nuestra cultura --el reconocimiento de los derechos
subjetivos como propiedad personal-- es mirado por otras, como un atentado contra la moral, que está
basada principalmente en los deberes (Marina, 2000 :248-249).
Quién defiende a las personas individuales?
Quizás, el liberalismo internacionalista debiera asumir una posición más
humanitaria, menos inclinada a posicionarse al lado de lobbies o sectores en particular, relativamente poderosos, versus
otros, no organizados, de carácter más individualista, como los bonistas
afectados por los procesos de reestructuración (canjes o megacanjes) de deudas
de Estados soberanos (pero irresponsables); refugiados, perjudicados por los
dramas humanitarios de las guerras, genocidios y matanzas civiles, incluyendo
las religiosas, siempre obligados a escapar a países limítrofes, a veces,
hostiles a los de su origen; víctimas del terrorismo transnacionalizado, en
diferentes atentados en ciudades o la vía pública urbana; mujeres, niños y
ancianos, sólo en situaciones de indefensión, porque debe tenerse en cuenta que
hoy, existen mujeres aceptadas y reclutadas en ejércitos y niños, también
operando en actividades de guerra, aunque de modo ilegal.
Esa ciudadanía internacional, con frecuencia, indefensa y desprotegida
por los Estados, de la cual, tampoco la comunidad global puede hacerse cargo,
excepto de manera parcial, por ejemplo, a través de ACNUR, en el seno de la
ONU, podría ser objeto de defensa de un liberalismo genuinamente
internacionalista.
Hacia una pedagogía mundial de la democracia liberal y los derechos
humanos
Todas estas
situaciones, sin duda inéditas, porque se trata de fenómenos que si bien la
humanidad había enfrentado, hoy impactan, lastiman, sensibilizan, como nunca,
al hallarse expuestas a medios de comunicación globales, incluyendo a Internet,
que se encargan de propagarlas al instante, con sus crudas imágenes. Pero al
mismo tiempo, que ello ocurre, sus víctimas (civiles, refugiados,
discapacitados, bonistas, etc.) no alcanzan a tener la suficiente protección
jurídico institucional que los defienda ante la omnipotencia estatal. Mientras
tanto, como una cruel paradoja, la verborragia “progresista” los omite
deliberadamente en sus “causas”, y se dedica a perseguir dictadores de derecha
o defender derechos de dudosa concreción práctica.
Una nueva realidad política ha sido generada, primero,
mediante una serie de revoluciones técnicas en las comunicaciones, y segundo,
por el continuo crecimiento de una “Nueva Clase” (intelectuales, científicos,
activistas, artistas comprometidos, ONGs, etc.)
en la vida internacional. Propaganda, actos simbólicos y eventos
televisados al instante, ahora juegan un papel mucho más importante en los
asuntos mundiales que antes. Los símbolos e ideas han llegado a ser una forma
crucial de poder. La ley internacional y un amplio activismo público han
inyectado consideraciones éticas y un nuevo "cosmopolitismo" dentro
del consenso en la opinión pública, al menos en las democracias. El antiguo
debate entre "realismo" y "moralidad" ha sido, así, alterado
(Novak, 1987 :43).
A nivel intraoccidental,
tal vez, haya llegado la hora de desenmascarar la realidad de los derechos
humanos a nivel mundial, de manera inversamente proporcional a su sobreuso –y
abuso- retórico. Describir realidades descarnadas, violentas, en todo el mundo
sin distinción de ideologías o credos, sin temer represalias de gobiernos,
Estados o mafias, puede resultar mucho más productivo para alcanzar una
humanidad más digna, que pretender un decálogo cada vez más amplio de derechos
universales, pero de dificultosa aplicación real. Intentar garantizar una
legislación global mínima a la que se obliguen los Estados y que ampare a los
indefensos del mundo, sobre todo, aquellos que arriesgan sus vidas, libertades
y ahorros, puede contribuir enormemente a esta causa, sin necesidad de
maximizar jurídicamente sus alcances.
Fuera de Occidente, quizás, lo más aconsejable, sea volver a
entender culturas ajenas a la nuestra, conociendo sus idiomas, sus experiencias
históricas, en términos de diálogo intercivilizatorio. Para ello, habrá que
emplear menos la racionalidad occidental y más otros instrumentos y métodos de
conocimiento, que lejos de ampliar las brechas, las acorten.Pero la sensatez
siempre debe primar: las ilusiones o expectativas desmedidas no son
aconsejables. El multiculturalismo fue ya una especie de ingenuidad creyendo
que la integración cultural es absolutamente factible y positiva. Hoy, a la luz
de las experiencias de Al Qaeda e ISIS, para los que han operado muchísimos
occidentalizados en segunda o tercera generación, con vidas “normales” y demás,
tal filosofía política demostró ser un rotundo fracaso.
La protección efectiva de los derechos de las personas
depende de todo un conjunto de instituciones jurídicas que sólo representan
"barricadas de pergamino" si faltan las ideas, hábitos y tradiciones
que les dan sentido. Ello supone, entonces, una clara comprensión de ciertas
ideas básicas acerca de la naturaleza de la persona humana, de las comunidades
humanas, del Estado limitado y del bien común. La protección de los derechos
humanos no puede lograrse separada de un claro entendimiento de ciertas ideas
básicas acerca de la persona humana, de las comunidades humanas, del Estado
limitado y del bien común; separado de los correspondientes hábitos de
pensamiento, sentimientos y acción; separados de la esmerada construcción de
instituciones realistas que engloben tales ideas y tales hábitos; y separados
de las vigilantes asociaciones libres que hacen que esas instituciones
funcionen como deben (Novak, 1987 :81).
En el interín, qué puede hacerse en términos prácticos para
apoyar y promover la democracia en el mundo, sobre todo, en aquellos lugares
del planeta que afirman tener su propio modelo de evolución, lejos de los
occidentales. Está claro que una suerte de pedagogía externa, vía ONGs,
financiadas por los Estados occidentales como Estados Unidos (vía la National Endowment for Democrac o NED) y
Gran Bretaña, ya son sospechosas de intromisiones inaceptables en la soberanía
de otros Esados, como el caso de Rusia, que bajo el putinismo, reglamentó y
obstruyó el funcionamiento de ellas, tras la Revolución Naranja de Ucrania, los
atentados de Beslan (2004) y las marchas pacíficas de 2011-2012.
Eliminada esa posibilidad, a la luz de la experiencia, cabe
aprender de los errores históricos. Lo que no hay que hacerse es lo que se hizo
con Cuba (embargos de la Guerra Fría) y las sanciones a Irán y la URSS en los
ochenta y Rusia actualmente, a propósito del caso ucraniano. Ese tipo de
medidas tienen el mismo efecto dañino de las intervenciones militares. Con las
honrosísimas excepciones de la Alemania postnazi y la Japón postimperial, producen
un efecto “boomerang”, perjudicando a
los pueblos y sin afectar –por el contrario, hasta las victimizan y benefician-
a las elites autocráticas.
La
batalla por el lenguaje no debe ser subestimada. La democracia liberal y los derechos humanos
se formulan hoy en términos absolutos, simplistas, legalistas e
hiperindividualistas, manteniéndose silencio en lo que toca a las
responsabilidades colectivas, cívicas y personales. Al no pronunciarse acerca
de las responsabilidades, parece tolerar que se acepten los beneficios que
acarrea vivir en un Welfare State, sin
aceptar los correspondientes deberes personales y cívicos. Con su carácter
absolutista, estimula expectativas poco realistas, intensifica los conflictos
sociales e inhibe el diálogo que podría conducir al consenso, al ajuste o al
menos a encontrar un terreno común. En su implacable individualismo, alienta un
ambiente poco acogedor para los fracasados de la sociedad, y ello sitúa
sistemáticamente en desventaja a los agentes protectores y a los dependientes,
jóvenes y viejos. En su despreocupación por la sociedad civil, debilita los
principales semilleros de virtudes cívicas y personales. En su insularidad, les
cierra la puerta a ayudas que podrían llegar a ser importantes para el proceso
de autocorrección. Llegó el momento de interrogarse si un lenguaje
indiferenciado sobre los derechos es en realidad la mejor manera de hacer
frente a la increíble variedad de injusticias y formas de sufrimiento que
existen en el mundo (Glendon, 1998: 79, 93, 94 y 97).
Los hábitos requeridos en las sociedades tradicionalistas
-en algunos casos, por ejemplo, resignación, pasividad, vida familiar y cosas
parecidas-, no son idénticos a los hábitos de iniciativa, asociación,
responsabilidad cívica, etc., necesarios para el funcionamiento de
instituciones efectivas de derechos humanos. En la mayor parte de las
discusiones sobre derechos humanos, el papel de los hábitos es lamentablemente
descuidado. Sin embargo, los hábitos son las disposiciones estables de las
acciones humanas que permiten a los hombres actuar en forma recurrente y
confiable. Tanto su presencia como su ausencia —y la suerte de carácter preciso
que definen— son cruciales en la confiabilidad de la vida humana social. Sin
ciertos hábitos, no pueden funcionar las instituciones de los derechos humanos.
En la práctica, los derechos humanos están protegidos por
instituciones formales, tales como una división de poderes políticos, gobierno
limitado, tribunales que fallen conforme a derecho, asociaciones voluntarias e
independientes, propiedad privada, etc. Los propios Padres Fundadores de
Estados Unidos, debido a la importancia de tales instituciones, fueron menos que
absolutos en su pensamiento, respecto de la visión moral que pensaban proteger.
Ellos no eliminaron la esclavitud en la nación. No resolvieron tratar a los
esclavos como lo hacían con los hombres libres. No trataron a las mujeres como
a los hombres. A medida que las instituciones maduraran, sus sucesores verían
todas las implicaciones de los principios que habían establecido (Novak, 1987
:47).
Estados Unidos, América Latina y el mundo
Ha crecido el antinorteamericanismo en el mundo y en nuestra
región, incluyendo nuestro país, el más antinorteamericano de todos; de allí
que la cuestión revista especial interés, considerando el futuro de las
relaciones entre nuestros países y el hegemón
más importante del mundo, nuestro vecino.
La primera etapa en la reconstrucción de la política
norteamericana para América Latina es intelectual. Exige pensar en forma más
realista sobre la política de Latinoamérica, sobre las alternativas a los
gobiernos existentes, y sobre las cantidades, tipos de ayuda y tiempo que se necesitaría
para mejorar las vidas y expandir las libertades de las gentes del área.
Frecuentemente, las posibilidades son poco atractivas.
La segunda etapa hacia una política más adecuada consiste en
sopesar en forma realista el impacto de las diversas alternativas sobre la
seguridad de los Estados Unidos y sobre la seguridad y autonomía de las otras
naciones del hemisferio. La tercera etapa es abandonar el enfoque globalista
que niega las realidades de la cultura, carácter, economía e historia a favor
de un universalismo vago y abstracto, "desnudo" (en palabras de
Edmund Burke), "de toda relación", sostenido "en la desnudez y
soledad de la abstracción metafísica". Lo que debe reemplazarlo es una
política exterior que se construya (de nuevo Burke) sobre las "circunstancias concretas" que
"den a cada principio político su
color distintivo y su efecto discriminatorio". Una vez que las ruinas
intelectuales se hayan dejado de lado, será posible construir una política
latinoamericana que proteja los intereses de seguridad de los Estados Unidos, y
haga las vidas reales de los actuales pueblos reales de Latinoamérica algo
mejor y algo más libre (Kirkpatrick, 1981 :185)
Con palabras que hoy resuenan al “experimento”
norteamericano en Irak y Afganistán, Kirkpatrick recuerda que Vietnam enseñó,
presumiblemente, que los Estados Unidos no podían ser el policía del mundo;
también debería haberles enseñado los peligros de intentar ser la matrona
mundial de la democracia, cuando el nacimiento ocurrirá bajo condiciones de guerra
de guerrillas (Kirkpatrick, 1979 :200).
Según parece, a la luz de la experiencia histórica, los
errores norteamericanos, ya sea con los neoconservadores de Bush (hijo), como
con los progresistas de Obama, como Samantha Powers, se repiten porque los guía
la misma miopía que criticaba Kirkpatrick respecto a Carter: la universalidad
abstracta de los derechos humanos y la democracia liberal.
Prescripciones
sustentadas en la experiencia práctica y no racionalistas
Cómo establecer y regular instituciones sabias, es materia
del arte político. Las sociedades libres requieren un alto grado de
conocimiento y artesanía. Sin embargo, tampoco el arte político de las
sociedades libres ha sido bien estudiado, comunicado o transferido. El
atractivo de las ciencias ha disminuido nuestra conciencia de que la política
es también un arte, acerca del cual, dada una cantidad de experimentos
internacionales, los que lo practican, pueden aprender mucho. Tal estudio de
las artes políticas está en su infancia. Debe ser conducido hoy día dentro de
un esquema internacional de referencias.
Los informes anuales sobre derechos humanos, procedentes de
distintas fuentes (NED, Freedom House,
etc.) son buenas iniciativas. Contribuyen a enfocar la atención en este planeta
en materias cruciales y muestra cuán largo camino queda todavía por delante. Podría
sugerirse que cada edición anual de estos informes, llevara un importante
ensayo sobre las ideas cruciales, los hábitos, las instituciones y asociaciones
que confieren realidad a los derechos humanos. Sólo advertiría contra el sesgo
de dichos informes, en contra de ciertos Estados, como Rusia, que hoy hacen el
esfuerzo, tal vez insuficiente, por democratizarse en sus tiempos y con sus
tiempos.
Algunos abusos a los derechos humanos por parte de ciertos
gobiernos son tan flagrantes que llaman a gritos a una protesta de la comunidad
humana. Los grupos privados tienen un papel crucial en estas protestas. Pero
los gobiernos igualmente tienen un papel indispensable. Hay disponible todo un
haz de vías y métodos de protesta. Los gobiernos deben seleccionar de dicho haz
con un ojo preciso para dar en el centro del blanco. A veces fuertes voces de
protesta son efectivas; a veces actos punitivos, anunciados públicamente o
aplicados en silencio; a veces demostraciones privadas a través de cualquiera o
de todos los muchos posibles canales; a veces acciones y voces concertadas con
otras naciones; a veces solas, etc. El criterio de selección debería ser uno
muy simple: resultados. El propósito no es retórico ni dramático. El propósito
es ayudar a personas reales. El cinismo con el que se manejó la reciente
protesta de Hong Kong es muy cuestionable (Novak, 1987 :83).
En tal sentido, la vergüenza no debe ser descartada como una
realidad importante en los asuntos humanos. Una cosa es el abuso de los
derechos humanos violando las profundas creencias sociales de su propio pueblo,
y otra, hacerlo sin ninguna vergüenza y por convicción. Para las víctimas, esta
distinción podría ser de muy poco consuelo, y podría en el hecho contribuir a
proporcionar mayores razones para la resistencia y el desprecio. No obstante,
una sociedad avergonzada por los delitos de sus gobernantes está en mejor
posición para derrocar a esos gobernantes, en nombre de valores humanos
compartidos, que una sociedad que deliberada y sistemáticamente denigra los
derechos del individuo, en nombre del Estado (Novak, 1987 :78).
Las naciones occidentales de mentalidad afín, completamente
comprometidas con los derechos humanos en una tradición de común entendimiento,
deberían formar su propia Comisión Internacional de Derechos Humanos, aparte e
independiente de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Esto
permitiría pronunciamientos claros en una voz común, de acuerdo a padrones
comunes sin los inevitables e insatisfactorios compromisos requeridos por
Naciones Unidas.
Occidente puede y debe ser reconstruido como categoría. Los
liberales de buena voluntad debemos contribuir a hacerlo. Criticar nuestras
incoherencias, ponernos claramente del lado de quienes sufren los atropellos
del espionaje de la NSA o la autosupervivencia de la burocrática e inservible
OTAN, debatir acerca de la justificación de los gastos de defensa, etc., no es
asumir posturas contrahegemónicas o irracionalmente confrontativas respecto a
Estados Unidos o la UE. Por el contrario, significa asumir en serio, el desafío
de la libertad en estos tiempos postmodernos, sin olvidar las raíces: la de los
Padres Fundadores o la Ilustración Escocesa.
Sobre este edificio de preceptos y sugerencias, debiera
trabajarse coherentemente para desmentir a aquellos filósofos realistas que
siempre objetaron la posibilidad de construir un mundo mejor y “más humano”,
pero también a aquellos que se esfuerzan por diseñar utopías inalcanzables en
pergaminos cada vez más modernos. La lucha por los derechos humanos y las
libertades civiles es diaria y persistente, es jurídica pero también
eminentemente práctica, es intelectual pero también real, al lado de personas
de carne y hueso. El aprovechamiento integral de estas lecciones, fruto del
aprendizaje histórico, permitirá al lenguaje, traducirse en logros concretos si
se inspira en las energías mancomunadas de líderes, activistas, organizaciones
y Estados, que nos alejen de la hipocresía, la dualidad de estándares o la
simple ingenuidad.
FUENTES DE
CONSULTA:
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virtud de la hegemonía norteamericana, en Cuadernos de Pensamiento Político Nº
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europeas, Documento de Trabajo 06/2003, Madrid, julio de 2003.
3
Compartimos sobre todo el pensamiento de Alexander Yakovlev, asesor de Mikhail
Gorbachov, Secretario General del PCUS y Premier de la ex URSS, en el sentido
que la caída del comunismo tuvo como causa, previa, aunque suene, un discurso
ajeno a un marxista ateo y materialista, una “crisis de su espíritu o alma” (2
de julio de 1990). Lo mismo, y de manera coincidente a la posición del
constructivismo, puede sugerirse en relación al cambio en la cúpula del propio
Partido Comunista de la URSS, con la llegada a la misma, de Mikhail Gorbachov,
quien impuso ideas con su “Nuevo Pensamiento” en política exterior y su
“Perestroika” como política económica. Estas precedieron sin duda, a los
liderazgos externos (Reagan, Walesa, Havel, Juan Pablo II) cuya acción
comentábamos.
5
Mientras que los documentos occidentales sobre derechos humanos, suelen
referirse al orden público o a los derechos de terceros, en las declaraciones
islámicas el límite que se recoge es el de la ley islámica (la sharia). Los
documentos islámicos, sin embargo, no recogen derechos vacíos de contenido,
sino derechos con el contenido que fija la ley islámica, expresión del designio
divino para el hombre.
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