Hace pocas horas se acallaron los balazos del ex policía turco, el joven Mevlüt Mert Altintas contra el cuerpo del Embajador ruso Andrei Karlov en Ankara, en ocasión de su presentación de la exposición fotográfica "De Kaliningrado a Khamchatka", en pleno centro de la capital.
En un ejemplo elocuente de una Rusia que hoy ejerce el "soft power" -vende su cultura al mundo-, el profesional de la diplomacia de Moscú, que insólitamente concurrió a inaugurar la muestra, sin escolta alguna, sólo acompañado por un traductor y un asistente, cayó asesinado, siendo el primero de la Rusia postsoviética, y el tercero desde la muerte de Piotr Voykov, el enviado soviético a Polonia, en Varsovia en 1927 y de Aleksandr Griboyedov, un poeta y diplomático muerto en disturbios contra la Embajada rusa en Teherán, la capital de Irán, en el siglo XIX.
El atentado juzgado como "terrorista" por las autoridades más altas de Rusia, entre otras, el propio Presidente Putin y la vocera de la Cancillería, Maria Zajárova, tomó de sorpresa a la Federación aunque no puede decirlo lo mismo para Turquía, que había sufrido ya, varios ataques recientes, tanto de ISIS como de los kurdos. Llama la atención la indefensión ya comentada del propio Embajador, una gran falencia de los aparatos de seguridad rusos que debieron haber estado mucho más atentos a tal vigilancia, en un contexto de tensiones previsibles pero también la propia inacción turca, que no podrá explicar cómo desprotegió a un diplomático de alto rango en pleno centro de Ankara, a pocas cuadras de la Embajada norteamericana.
Todo suena sospechoso en un contexto de relaciones entre Ankara y Moscú, tremendamente irregulares, frágiles y hasta pendulares. El famoso "cuchillo por la espalda" que citó Putin respecto al derribo del avión ruso Sukhoi el 24 de noviembre de 2015, en espacio aéreo sirio por parte de un caza turco, es una constante en el comportamiento turco desde la Guerra de Crimea en el siglo XIX, cuando el Imperio Turco Otomano no dudó en buscar el apoyo de las potencias occidentales como Inglaterra y Francia, para imponerse sobre el Imperio Zarista y el control geopolítico del Mar Negro. En la Primera Guerra Mundial, volvieron a chocar así como en la Guerra Fría, cuando ya en los años cincuenta, Turquía ingresó a la OTAN, para proteger los intereses norteamericanos y antisoviéticos en la región. Tanto Afganistán como Siria, fueron territorios de disputa geoestratégico para norteamericanos y soviéticos y en ambos casos, la República de Turquía, laica pero islamista al fin, se ubicó al lado de Washington por pura "Realpolitik".
Cuando cayó la URSS, los viejos odios dejaron paso a una relación pragmática aunque sólo por dos décadas. La Federación Rusa llegó a acordar un "modus vivendi" con Ankara por el uso común de los recursos naturales del Mar Caspio, además de proveer ingentes ingresos al PBI turco, gracias al turismo ruso. Incluso, ya en el nuevo milenio, Turquía y Rusia, los dos únicos casos de ex Imperios que decidieron convertirse en Estados-Nación, vivieron trayectorias similares, con el ascenso al poder de dos "hombres-fuertes" (Erdogan y Putin), favorecidos por el "boom de las commodities", al frente de coaliciones heterogéneas, protonacionalistas pero sin rechazar la globalización o la integración con Europa, que no obstante, les negó la puerta abierta a ambos.
Sin embargo, las viejas tensiones volvieron en ocasión de la guerra civil siria en 2011-2013, básicamente, por dos razones: una, la facciosidad identitaria intraislámica -los turcos sunitas pro wahabitas y Hermandad Musulmana versus los Al-Assad alawitas emparentados con los shiitas- y otra, las antiguas ambiciones imperiales de Ankara contra Siria, rivalizando con la defensa geopolítica de Rusia de su base naval de Tartus, negociada en los setenta con el padre de Bachir Al-Assad, en peligro, considerando la crisis ucraniana y las torpezas de Obama durante la "Primavera Arabe".
En 2014 y 2015, Putin se cansó de intentar convencer -infructuosamente- a Washington y Bruselas, de que Erdogan no era un socio confiable en la guerra contra el terrorismo porque en Siria, anteponía sus propios intereses geopolíticos de defensa de la oposición armada, incluido ISIS y Al Qaeda a Al Assad y de represalia contra los rebeldes kurdos, que buscan un territorio propio separado de Ankara, pero que insólitamente, se habían erigido en la retaguardia de combate al propio Estado Islámico. Para Rusia, lejos de cualquier nostalgia militar expansionista, era y es clave derrotar a ISIS y salvar al Estado sirio como garante de la paz regional, al contrario del experimento Irak post Saddam Hussein, porque está y estaba en juego su propia lucha integración territorial, contra el secesionista emirato del norte del Cáucaso en el territorio ruso: Chechenia, Daguestán, Ingushetia, Osetia del Norte, Karbardino-Balkaria, la mayor parte de Karacháevo-Cherkessia y la estepa de Nogái.
El derribo del avión ruso hace un año y algunas semanas, tensionó la relación entre Moscú y Ankara al máximo, como en los viejos tiempos, blanqueando la oposición histórica. Putin sancionó con embargos alimentarios y turísticos al país de Erdogan, cuyo alto costo económico, obligó a éste a retroceder y pedir perdón por el trágico incidente. Fiel a sus convicciones, antes vio cómo toda Occidente lo aislaba y condenaba por su especial democracia y situación de DDHH, a propósito del golpe militar de la facción islamista radicalizada -pero insólitamente prooccidental- FETO liderada por Fethullah Gulen, exiliado en Estados Unidos y entonces, el líder del Kremlin, ofendido pero magnánimo, le tendió su mano una vez más, sin rencores.
Sin caer en el reduccionismo de las hipótesis eurasianistas de un lado (Dugin) y del otro (Perincek), que creen absolutamente posible y deseable un eje Moscú-Ankara, en contra de Washington y Bruselas, pero que no pueden explicar ahora, fenómenos como el de Donald Trump y su predisposición prorrusa y antichina, que les rompe aquel esquematismo contrahegmónico, está claro que estábamos en medio de un acuerdo inédito entre Putin y Erdogan, cuando se produjo el atentado contra el Embajador Karlov.
En efecto, en los últimos meses, en medio de la inacción y pasividad norteamericana, Putin hizo todo un esfuerzo diplomático realista y práctico, en el que tuvo una enorme responsabilidad, precisamente, el Embajador Andrei Karlov, para recomponer la relación con Erdogan, comprometerlo en un esfuerzo pacifista, casi de orfebrería geopolítica, en conjunto con el Presidente de Irán, Rouhani y con la finalidad de batir con eficacia a ISIS; separar a la oposición violenta de la moderada a Damasco; recuperar Alepo y establecer cordones humanitarios para evacuar la población civil. Todo ello había deparado ya manifestaciones populares, islamistas radicalizadas, en la propia Ankara, opuestas a este entendimiento inédito y seguramente, fogoneadas desde el exterior, ya sea por capitales árabes, qataríes y por qué no, hasta norteamericanos.
El atentado se produjo un día antes de las conversaciones en Moscú, entre Rusia, Turquía e Irán, una posible enténte, que desubica a algunos sectores de Washington, Riyad e incluso Tel Aviv. Es en esa posible oposición, donde cabría buscar a los verdaderos instigadores del ex policía turco Altintas, claramente destinados a desatar otra vez, los históricos "demonios" que perturbaron y alejaron a Moscú de Ankara.
Porque si bien la lógica de la anarquía y el conflicto demuestran su lógica y fuerza con el tiempo, como afirman los realistas, también es cierto que en numerosas ocasiones, se verifican, por conveniencia o idealismo, esfuerzos por lograr lo contrario, es decir, la cooperación y el acuerdo. Allí es cuando suelen aparecer los actores que buscan consolidar el "statu quo" aun a expensas de la tan ansiada paz.
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