RUSIA EN LA CRISIS SIRIA
Marcelo Montes, Doctor en Relaciones Internacionales (UNR), Integrante de la Cátedra Rusia (IRI, UNLP) y del Grupo Euroasiático del CARI. Profesor de Política Internacional (UNVM).
Los acontecimientos en este mundo en transición, donde no alcanza a vislumbrarse lo enteramente nuevo y tampoco se aleja lo viejo, es decir, donde lo actual es, en realidad, efecto –y no retorno- de aquella Guerra Fría que nos dejó hace 24 años, son vertiginosos. Pocas horas después de una histórica 70 Asamblea de la ONU, por su inusual desfile de primeros mandatarios de las potencias y el regreso de otros que hacía tiempo, no aparecían por New York, con un trasfondo de gestos y acuerdos mutuos, el ruido de las bombas y misiles volvió a estallar en Medio Oriente. Los modernos Sukhoi rusos volvieron a bombardear como no lo hacían desde la invasión soviética a Afganistán o más recientemente, en Georgia 2008. Para muchos, es el retorno del viejo enfrentamiento pero una vez más, se equivocan. El contexto, los actores pero también los intereses, son absolutamente diferentes.
Desde la crisis ucraniana, tras la hora y media que demandó la reunión Putin-Obama, por fin, Estados Unidos admitió que no puede ser un “llanero solitario” en el mundo actual y que Rusia, al igual que antes y después de los atentados del 2001, puede brindar una decisiva ayuda con el fin de reordenar lo desordenado por Washington mismo, tanto con sus “neocons” y “unipolaristas” tras la gestión Bush (hijo) como por los “neoidealistas” del propio Obama, tras la “Primavera Arabe” en 2011. De todos modos, tal reconocimiento no implica unanimidad de criterios en relación a la crisis siria, sus causales y desenlace, sino por el contrario, un mero “impasse”.
Varias razones justifican el involucramiento ruso. Putin interpreta hace tiempo que su eternamente incomprendido país, tanto o más custodio histórico de la cristiandad que el Viejo Mundo, tiene el cáncer del fanatismo musulmán tanto wahabista como sunita, en su propio territorio desde la primera guerra chechena en los noventa, mucho antes que Occidente. Por ello, miles de voluntarios de origen eslavo, pelean en territorios sirio e iraquí, financiados insólitamente por Washington, desde hace más de dos años, con la excusa –irreal- de la lucha contra el despotismo de Bashir Al Assad. Rusia puede exportar su “know how” en la materia, brindar su ayuda militar y al mismo tiempo, proteger, al igual que en Crimea, tras el estallido de la crisis ucraniana, sus intereses geopolíticos, es decir, su base naval de Tartus, instalada en Siria, con 1.700 hombres, desde 1971, ese acceso tan deseado desde Pedro El Grande, a los mares cálidos, en este caso, el Mediterráneo. Al ingresar en la guerra civil siria, Moscú tampoco oculta su propósito de romper con el semiaislamiento internacional que le propinaron la UE y Estados Unidos, con sus sanciones comerciales a raíz del “Euromaidan” ucraniano, forjadas a la luz de la enorme ignorancia histórica, cultural y geopolítica del lugar que ocupa aun una Ucrania independiente para Rusia.
Sin embargo, el involucramiento ruso no es ni será como en los viejos tiempos, amplio, extenso, duradero e imperialista militar. Ya hace dos años, y aunque nadie se lo reconociera, Rusia intervino con “soft power”, mediando para la eliminación de armas químicas de Bashir Al Assad, salvándolo del ataque masivo occidental y logrando lo que Obama, con su Premio Nobel, no había alcanzado: la paz transitoria. Ahora, tras el pedido oficial del propio Bashir Al Assad, Putin ha recibido del Consejo de la Federación, la autorización legal correspondiente para ingresar militarmente a Siria, pero ha expresado de modo oficial que sólo usa aviones para realizar raids contra posiciones de Al Qaeda e ISIS, es decir, grupos terroristas, aunque conociendo la picardía putinista, es obvio que también destruirá objetivos de la escasa oposición armada “racional” o prooccidental –si es que la hubiere-. De esta manera, resguarda al gobierno de Al Assad, ya que el realista líder del Kremlin, al estilo de un Kissinger o un Bush (padre) en ocasión de la primera Guerra del Golfo con Saddam Hussein, considera en términos prácticos que la decisión escogida es la única forma de terminar con la amenaza yihadista, salvando la integridad territorial siria, hoy a merced de las ambiciones no sólo de las bandas terroristas citadas sino de Turquía, Irán y las monarquías árabes.
Precisamente, está en juego de modo adicional, aunque no de menor jerarquía, en la crisis siria, la dominación del mundo musulmán y la disputa feroz entre un 30 % de shiitas (la Irak post invasión americana, Irán ahora cooperativo con Washington, Siria y El Líbano-Hezbollah) y un 70 % de sunitas (monarquías árabes, Pakistán, ISIS, Al Qaeda, Hermandad Musulmana), con la paradoja de que entre estos últimos, conviven aliados circunstanciales y enemigos acérrimos de Estados Unidos.
En su fuero íntimo, Vladimir Putin sabe pero no puede expresarlo públicamente, que la actual Rusia no está en condiciones militares de competir con Estados Unidos, por muchas razones pero sí lo puede hacer en el tablero político, aprovechando las dudas del jefe de Washington y sus colegas europeos. En tal sentido, en una nueva muestra de audacia cierta extorsión, Putin no apoyará coaliciones prooccidentalistas junto a árabes, pakistaníes y turcos, sino que planteará su propio eje junto con sirios, iraníes e iraquíes, sobre todo, hasta no asegurarse que Occidente le levante las sanciones por Ucrania. Será Obama ahora, quien exhiba una enorme incomodidad, al acabar de consensuar con Irán, su desarme nuclear. Las críticas de los “neocons” y “neoidealistas” sobre éste, recrudecerán en los próximos meses, acusándolo de debilidad ante el “Zar Vladimir”.
Este reposicionamiento internacional le otorga a Putin, aun mayor aprobación doméstica que la que ostenta hasta aquí, en un país orgulloso de su pasado y, en un momento de dificultades macroeconómicas, producto de la baja del precio del crudo, promovido por los propios árabes sauditas, entre otros.
En términos humanistas, podría criticarse el accionar de Putin, quien antepone objetivos geopolíticos o electoralistas, al drama gestado desde -y a pesar- de Damasco, pero si su estrategia de detener al yihadismo resulta exitosa, su credibilidad mundial crecerá todavía más, incluso a expensas de la pobre imagen de su propio país. A diferencia de Obama, abrumado por sus contradicciones y las de su propia sociedad, a medio camino entre las preocupaciones humanistas, las ínfulas imperiales moralistas y el cambio demográfico, el ajedrecista Putin, nostálgico del orden internacional posnapoleónico de 1815, concertado y multipolar, no trepida en aprovechar las oportunidades para salvar al Estado ruso y volver a un statu quo, mucho más previsible y beneficioso para sus intereses que el actual tembladeral, al cual condujo la primacía excluyente norteamericana, con terribles efectos humanitarios que asolan media Europa.
Como se acaba de percibir, no hay soluciones fáciles en este mundo en transición. Puede lamentarse la ausencia de ideologías como otrora pero al menos, tampoco hay ilusiones utopistas ni expectativas desmesuradas como en 1992. Los líderes que sepan anticipar crisis como la siria o la ucraniana, resolubles previamente con una inteligencia que finalmente faltó, escasean a pesar de que muchos altos dirigentes sentados en los estrados de la ONU esta semana, tienen el título de tales, excepto tal vez, el Papa Francisco. Sobran los decisores lentos de reflejos, que actúan a posteriori, con los hechos consumados, como el Presidente francés Hollande o la Canciller germánica Merkel, que no deja de apagar los incendios que le provoca Washington por doquier, sin provocar jamás su rebeldía, cuando ellos mismos fueron cómplices de los mismos dictadores asiáticos o africanos que hoy vituperan o desprecian. Como expresó con singular crudeza, un niño refugiado sirio frente a las cámaras de TV hace unas semanas: “estamos aquí por nuestro país está en guerra: ahora ayuden a parar la guerra”. Es ni más ni menos, lo que intenta Putin con sus propios métodos (fríos y descarnados), tal vez, similares a los empleados hace años, en la escuela de Beslan o en el Teatro Dubrovka de Moscú. Ante la ineficacia e hipocresía occidental de esta última década, sobre el mundo árabe, bien cabe darle una chance a la emergente Rusia, aunque no esperemos moralidad ni clemencia porque puede que ya resulte tarde para ello.
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