Argentina no está sóla en este mundo, si debemos hallar
ejemplos de países que habiendo gozado de momentos de esplendor, dilapidaron
históricamente sus recursos naturales, debido a crisis institucionales y elites
irresponsables. Salvando las enormes distancias físicas y culturales, Ucrania,
conteniendo una de las praderas más ricas del planeta, es una de las que nos
acompaña en el ranking de la frustración. Como no podía ser de otro modo, ambos
países, con poblaciones numéricamente similares, suelen tener conductas
exculpatorias: en el caso de Ucrania, puede dispensársele el hecho de que a lo
largo de su evolución, formó parte casi siempre de un algún formato imperial: no
sólo el ruso zarista (desde el siglo XIX) y el soviético bajo el cual sufrió la
hambruna del Holodomor (1932-1933)
sino la Confederación lituano-polaca (siglos XVI a XVIII), el Imperio
Austrohúngaro y el III Reich alemán, ambos en el siglo XX.
La división étnico-lingüística-religiosa no es un mito en el
ejemplo ucraniano, pero ello tampoco explica las razones de su evidente fracaso
como joven Estado-Nación, desde 1992, tras la implosión de la URSS. Con la
corrupción y mafias por doquier, como pesadas herencias del “socialismo real”
de 7 décadas, ni los Nomenklatura reciclados,
Kravchuk (1991-1994) y Kuchma (1994-2005)
fueron absolutos pro-Kremlin ni Yushchenko y Tymoschenko, emergidos de la
Revolución Naranja de 2004, condujeron al país a “Occidente” (UE + OTAN). Tampoco
Yanukovich fue un “títere” del Kremlin: fue él quien intentó llevar a Kiev
hacia un acuerdo comercial con Bruselas, al mismo tiempo que intentaba
reequilibrar el vínculo con Moscú. El Euromaidán
de 2014, tras la hegemonía lograda por los ultranacionalistas y neonazis –con
muy poco de europeístas y sí de rusofóbicos y antisemitas, terminó depositando
vía elecciones a un oligarca, Poroschenko. Un lustro después, Ucrania aparece
agotada, con todas las promesas postrevolucionarias, hechas añicos. Más de
13.000 muertos, en la mayor guerra europea después de la disgregación
yugoslava; 7 millones de refugiados (70 % a la denostada Rusia y un 30 % a la
admirada pero inalcanzable Alemania) y un 10 % del territorio prácticamente en
guerra civil, con un Ejército regular corrupto y con la moral bajísima y otro,
enfrente irregular, formado por milicianos nostálgicos de la guerra de Stalin
contra Hitler entre 1941 y 1945.
Ni Rusia que sólo aprovechó semejante caos para recuperar
Crimea. Ni Washington que carece de interés estratégico en la zona, aunque sus
“halcones” rusofóbicos -descendientes de emigrados polacos o judíos de los
pogromos zaristas- siempre sueñan con poner sus pies lo más cerca posible de
Moscú. Ni Bruselas-Berlín, a los que se podrá acusar de torpezas políticas
puntuales con Kiev. Ninguno de los tres actores internacionales, son
responsables directos de la situación de Estado cuasi fallido que tiene
Ucrania. Es su propia kleptocracia.
Así lo evaluó y actuó por consiguiente, en las urnas, su
pueblo. Sólo así se explica que lo que iba a ser otra aburrida segunda vuelta
entre un Poroschenko –inclinado a exacerbar con los rusos, incidentes
religiosos como el de la Iglesia Ortodoxa o navales como el del estrecho de
Kerch- y Tymoschenko, en la Navidad del año pasado, apareciera por primera vez
en público, anunciando su candidatura, para encaramarse en la encuestas, un
actor cómico, rusoparlante, nacido en el centro-este y de origen judío,
Volodymyr Zelenskiy. Un “payaso orgulloso”, como él mismo se autodenominó y que
ya era muy conocido por su famoso reality
donde como profesor de historia llegaba a la máxima magistratura, que hizo
campaña en las redes sociales y pudo evitar la TV, aunque apelando a un futuro de
paz y recuperación. Venció en primera vuelta por holgado margen y mucho más en
el ballotage de este Domingo de Ramos
(ortodoxo), cristalizando el desencanto y la frustración de los ucranianos con
su clase política.